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Cádiz, Heavy Metal

Barricada en una de las jornadas de la huelga del metal en Cádiz.

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Pareciera como si, de repente, la ciudad que sonríe se hubiera puesto de mala hostia. Cádiz, la vieja señorita del mar que lleva dos siglos palmándola por sus ideas -de muerte natural, como gustaba Georges Brassens- ha cambiado las batallas de papelillos carnavalescos por la de neumáticos en llamas y barricadas contra los antidisturbios.

Uno comprende el desencanto que les puede entrar a los bienpensantes de estas y de otras latitudes: “Jopelines, con lo majos que parecían estos gaditanos y ahora les han subarrendado a los vascos la kale borroka en desuso”. Sin embargo, los viejos del lugar quizá recuerden como a este confín, en ciertos círculos de la dictadura, le llamaban EusCádiz por su alto grado de conflicto. Lo de se armó La Naval seguro que se inventó aquí, como aquí inventaron la palabra cursi o la palabra paraíso, referida al gallinero de los teatros.  

Demasiados años encerrados con un juguete roto, el de los astilleros, que ya llegaron a cerrar hace un siglo hasta que los reabrió por lo privado Horacio Echevarrieta, aquel vasco tan heterodoxo que lo mismo se las ventiló como espía alemán para el almirante Canaris que en la trena por revender armas del ejército español a la revolución de Asturias. Luego, vino otra vez Papá Estado, hasta que dejó de cumplir sus obligaciones por aquello de la reconversión, la deslocalización de nuestros calafates, los inicios de la globalización, que eso sí que tiene más malange que una comparsa de Andorra.

Por entonces, Federico García Lorca le preguntó al flamenco Ignacio Espeleta: “Ignacio, usted, ¿en qué trabaja?”. “¿Trabajar yo? Yo soy de Cádiz”. La terrible y cómica respuesta sigue siendo tan cómica y terrible una centuria después, por mucho que la cátedra de Emprendedores de la Universidad lleve años intentando convertir el ingenio popular en I+D+I.

En 1977, cuando daban leña por las huelgas de astilleros, como rememora una copla de Javier Ruibal, ya mandaron a los pañuelitos verdes de la pasma para meter en cintura a los díscolos hijos de Fermín Salvochea

En 1977, cuando daban leña por las huelgas de astilleros, como rememora una copla de Javier Ruibal, ya mandaron a los pañuelitos verdes de la pasma para meter en cintura a los díscolos hijos de Fermín Salvochea. Todas sus calles las dejaron solas, cantaría luego el coro de La Guillotina, para que tranquilos pudieran pasear bajo un toque de queda que no provocó la Covid: “Y las gaditanas les lanzaban flores,/ pero con macetas para que fueran con rapidez”.  “Pum, pum, pum,/ las balas de goma/ dan mal resultado,/pelotas nos sobran/ a los gaditanos”, rimaría ese mismo año el estribillo del coro “Los Camaleones”, que inspiró a Carlos Cano para rendirle homenaje a otro de los enclaves del desmantelamiento industrial de la Bahía: “Guardia, no tires pelotas,/ que pa pelotas, Puerto Real” (me disculpen el machismo falócrata).

Qué graciosos eran, en todo caso. También Carlos Cano entonaba “Viva la grasia de Andalucía,/ con pasaporte de emigración”. Emigración a Escocia o al Ferrol, a Castellón o a Gran Bretaña. A los gaditanos lo mismo los embarcaron a la fuerza en la flota que se hundió en Trafalgar, que en los transmiserianos que cruzaban la España tecnocrática camino de Barcelona, justo cuando el franquismo levantaba industrias en el Campo de Gibraltar, como escaparate para que los probritánicos del Peñón comprobaran el progreso que supuestamente empezaba a vivirse al lado español de la frontera cerrada.

Cincuenta años después, cuando el Ingreso Mínimo Vital sigue sin llegar a los bolsillos que más lo necesitan, el porcentaje de campogibraltareños en riesgo de pobreza extrema sigue siendo el mismo

Por aquel entonces, Monseñor Añoveros, otro vasco, era obispo de Cádiz y encargó un informe pedestre para medir el grado de marginación social que existía en la presunta patria del contrabando y de la economía sumergida: el 20% de los patriotas sufrían en sus propias carnes las consecuencias del patriotismo desmedido.

Cincuenta años después, cuando el Ingreso Mínimo Vital sigue sin llegar a los bolsillos que más lo necesitan, el porcentaje de campogibraltareños en riesgo de pobreza extrema sigue siendo el mismo, una minoría se busca la vida en el narco y una mayoría sigue a verlas venir, a ver si se concreta el Área de Prosperidad Compartida que ahora se dirime en los despachos de Londres y de Bruselas. Allí, para colmo, las chimeneas ya están caducas y nadie sabe cuánto va a costarle la Transición Justa a las clases más desfavorecidas de esa comarca cuyo futuro sigue impropiamente en manos del Ministerio de Interior y el de Exteriores y no en las del Ministerio o de la Consejería de Empleo y de Educación.

¿Todo este follón por un miserable convenio?, se preguntan quienes han sido informados del sueldo que cobra un peón del metal –mil euros parece ser una fortuna--, pero no de los pingües beneficios de las grandes empresas. En la Bahía gaditana, probablemente no haya tantos dividendos ni en lo público ni en lo privado, pero lleva medio siglo oyendo hablar de romper con el monocultivo industrial y, como en la vieja bulería, se sienta en la escalera a esperar el porvenir y el porvenir nunca llega.

Cádiz, como en la vieja bulería, se sienta en la escalera a esperar el porvenir y el porvenir nunca llega

A todo ello se une la flota pesquera prácticamente desmantelada; las conserveras emigradas; la reforma agraria finalmente hecha a imagen y semejanza de los terratenientes, que terminaron por parcelar sus latifundios para trincar fondos de la Unión Europea y vender sus marcas a multinacionales. Andalucía imparable, decía el PSOE en la Junta. Andalucía, sin límites, dice ahora Juan Manuel Moreno Bonilla en su congreso estelar. Andalucía, sin esperanza. Eso repiten las pancartas, los contenedores volcados, las piedras que lanzan los manifestantes, las consignas coreadas en marchas pacíficas como la del sábado, como la del lunes en Algeciras, como la del martes otra vez en Cádiz.

Cádiz es Heavy Metal a tiempo parcial, fijo discontinuo. Es de liarla parda, de tarde en tarde, de guerrilla urbana de andar por casa, pero también es, como nos recordó a todos los andaluces Antonio Gala en un artículo memorable, de aparcar la revolución en cuanto llega julio y decir a coro ojú que caló hace, para irnos de repente a la playa de Chipiona. Con las bombas que tiran los fanfarrones, ya saben, se hacen las gaditanas tirabuzones.

Tiene razón el buenismo –yo también soy de esos-- que cree que los metálicos gaditanos podían repartir octavillas en lugar de cócteles molotov. Pero, seguramente, así, sus gritos de socorro no saldrían en prime time. Si sobrellevamos con paciencia, durante media vida, a Kiko Matamoros o a Carmen Lomana, disfruten por unos días de estos insurrectos, que seguramente se cansarán de serlo o aceptarán como siempre el toma y daca de los empresarios en favor de la paz social. Quizá porque, como dijo Jean Paul Sartre, la revolución es imposible porque mancha la moqueta. La moqueta y el plasma, el Black Friday, la idea de que no hay que confiar en nadie salvo en uno mismo, que debemos tomar el dinero y correr como en una añeja película de Woody Allen, sin que importe demasiado lo que dejamos atrás o lo que dejamos al lado.

Los gaditanos, no teman, volverán a ser escuetamente graciosos cuando amaine el temporal y vuelvan los carnavales. Así se llenarán sin duda los apartamentos turísticos, los bares de a cinco euros la hora de un camarero en temporada alta, los hoteles de las nanis, nuestra principal industria. Cualquier día, a este paso, también arderá Troya a las puertas de un parador. Y Cádiz, la trimilenaria, la tacita de plata vendida al por mayor, seguirá esperando que llegue --aunque sea-- otro puñetero tsunami para ahogar su historia y para cambiar su sino.

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