Desdeelsur es un espacio de expresión de opinión sobre y desde Andalucía. Un depósito de ideas para compartir y de reflexiones en las que participar
Cuarenta minutos
Ella pregunta: edad, y yo no respondo.
Después de años retrasando la visita al oftalmólogo, me decido finalmente. Hace dieciocho años que me operé de miopía y que dejé de escudriñar el mundo entornando los ojos para ver de lejos. Se me reveló un prodigioso universo con límites definidos. Fueron unas semanas con sabor a infancia, ese tiempo en el que casi cada hallazgo sorprende y entusiasma por la novedad. Recuerdo que uno de mis primeros relatos fue sobre una chica miope que se movía por el mundo con un tímido tanteo.
Desde que eliminaron mi miopía, saludo a quien quiero saludar y no a todo el mundo por temor a parecer antipática o engreída, como solía hacer antes cuando me olvidaba las gafas.
Pues hace unos días visité, por fin, a mi oftalmóloga.
Ella pregunta de nuevo:
—Edad.
Y yo respondo:
—Cuarenta y nueve. Me escuecen muchísimo los ojos.
Me explora, me reconoce, mira a través de mis pupilas.
—Tienes nosequé-titis.
— Ah. Vaya. ¿Grave?
— Nada importante. Basta con hacerte todas las noches una limpieza palpebral.
— ¿Una limpieza palpebral? ¿Todas las noches?
La oftalmóloga no comprende mi pesar, apuesto a que tampoco lo comparte con sus escasos treinta, alégrate, mujer, al menos este año te libras de las gafas de cerca —y sonríe, ¿por qué sonríe?—; tu condición de miope en el pasado está retrasando tu presbicia futura, dice mientras me muestra en qué consiste la limpieza palpebral. Coge una gasa, se levanta moderadamente uno de los párpados y comienza a deslizar el apósito con una destreza envidiable, primero a un lado, luego al otro, y vuelta a empezar.
—Recuerda: todas las noches antes de acostarte. Sólo son diez o doce minutos.
De vuelta a casa, con la pupila dilatada y sin apenas ver por dónde camino, me doy cuenta de que ya no saludo ni sonrío a diestro y siniestro como hacía hace dieciocho años, a pesar de no reconocer a nadie, ni a mí misma en algunos tramos, satisfecha al sentir que quizás sea debido a que ya me importa menos lo que otros puedan pensar de mí.
Llego a casa y hago las cuentas:
Diez o doce minutos de limpieza palpebral.
Cinco minutitos para la loción que supuestamente frenará la caída del pelo provocada por el estrés.
Diez minutitos de estiramientos prescritos por mi traumatóloga para mejorar los dolores de mi hernia discal y la escoliosis. Un breve saludo al sol y perro boca abajo a los pies de la cama, ante la mirada divertida de mi pareja.
Cinco minutitos para limpiarme el cutis en profundidad y ponerme alguna crema.
Otros cinco para lavar la férula de descarga, colocármela, y de esta manera no hacerme polvo la dentadura al dormir.
Repaso mentalmente la lista y la comparto con mi pareja. Todavía me quedan por añadir algunas tareas para mitigar los efectos de la perimenopausia, pero me estoy resistiendo a formalizarlo.
Necesito todos los días un mínimo de cuarenta minutos antes de poder meterme en la cama, le digo. Me roban cuarenta minutos de vida diarios. Y siento que quizás envejecer sea esto: ir recogiendo tus trocitos por aquí y por allí cuando amenaza el crepúsculo, ponerlos todos juntos y bien colocados junto a tu almohada, cerrar los ojos, olvidarte de ese desmembramiento paulatino y levantarte horas más tarde, no muchas, horas más bien escasas en realidad porque la espalda no te permite dormir como antes, reconstruirte de nuevo para a lo largo del día ir dejando caer partes de tu cuerpo que luego recompondrás cuidadosamente cuando llegue la noche, hasta que no haya mucho más que recomponer ni retener ni nada.
Será porque ese apego y cariño se debe, como dice Millás, a que al final el juguete que más nos gusta es nuestro propio cuerpo, y verdaderamente no hay nada como nuestro cerebro, nuestras manos, nuestros ojos y dientes, nuestra boca, nuestro todo, para poder disfrutar de la vida como cuando éramos chiquillos. A lo sumo, quizás, el cuerpo del otro, aunque eso es algo que merecería una reflexión más profunda.
Comparto con mi madre el hallazgo e intuyo que está haciendo recuento de sus propios trocitos. Me sirvo una copa de vino que me sabe diferente, más placentero, y como no puedo dirigir la mirada a ningún objeto en el que recrearme, me limito a permanecer en el balcón disfrutando de la copa de vino, a pesar del calor.
Este fin de semana me he regalado dos días de playa con mis amigas del colegio. Celebramos los cincuenta y que aunque perdamos muchos trocitos, hay todavía algunos bien adheridos a las niñas que fuimos. Sobre la toalla de una de ellas, cuando todas fueron a nadar, he descubierto de reojo un corazón latiendo desbocado, cuajado de extrasístoles.
Pienso: no soy una mujer que se ponga nerviosa con facilidad. Todo lo contrario. Cuando me ocurren cosas similares, intento siempre encontrar una razón verosímil y sencilla. Huyo de todo retorcimiento innecesario, aunque sé que –tal y como dice mi madre– llegará un día en que los cuarenta minutos serán cincuenta, y luego sesenta, hasta que empieces a pensar que el tiempo es un artificio, una manía inútil.
Que no merece la pena invertir ni un minuto en sacarle brillo a nada ni masticar tantísimo los recuerdos, y que aun así, lo harás. Que lo harás porque hay gestos que son rituales, y rituales que son resistencia. Y porque quizás, al final, eres como el cronopio de Cortázar que descubre una flor solitaria en medio de los campos, y en lugar de arrancarla, te pones de rodillas a su lado y juegas con ella, y le acaricias los pétalos y hueles su perfume y te recuestas bajo ella y te vas quedando dormida plácidamente, hasta que desaparezca tu bronceado y dejes de escuchar a lo lejos “¡Boliñas!” y regrese la lluvia, hasta que vuelvan a asomar las canas y escuches otra vez esa cancioncita de “All I want for Christmas is you”, y sobre todo, aunque lo que hayas visto hoy no sea una flor sino un corazón con latidos extras y vacíos. Y te tiembla la mentira cuando te recuerdas que aquí se viene a ir perdiendo trocitos y que cuarenta minutos, al fin y al cabo, tampoco es que sea para tanto.
0