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Los emigrantes imposibles de Álex Chico

La localidad de Bousbecque /Foto: Wikipedia

Santi Fernández Patón

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En la raya entre Francia y Bélgica que marca el río Lys se encuentra, del lado francés, la pequeña localidad de Bousbecque, hoy con menos de 5.000 habitantes. Frente a las instalaciones de una antigua fábrica aún se ven las ruinas de una casa, pese a que ardió hace cuarenta, cincuenta años, y la parcela fue comprada por alguien. Esa casa fue la efímera propiedad de un emigrado español, procedente de un pueblo del interior granadino. Era el único emigrante de un nutrido grupo de españoles, italianos, polacos, rumanos, marroquíes que en los años sesenta, empleados en esa fábrica, dio el paso de hacerse con una propiedad en el pueblo. Se la quemaron. Le quemaron la casa.

Nuestros abuelos eran los bárbaros, y los bárbaros solo tenían derecho a mancharse las manos en la fábrica, apiñarse en algunas viviendas y mandar los francos a la familia ausente, pero nunca a asentarse, o siquiera a intentarlo. Luego, la crisis del petróleo y el auge de los movimientos xenófobos provocó la estampida de muchos de esos migrantes. Regresaron, en numerosos casos, a su país, o no. Porque no volvieron a sus pueblos del interior granadino, de Extremadura, de Murcia, de esta vertiente sur en la que unos pocos se enseñoreaban a costa de la miseria de otros muchos. No, volvían a España, pero de algún modo seguían siendo emigrantes en un amplio sentido: Barcelona, o Bilbao, el mismo país, pero otro idioma, otros recelos, otras nostalgias, pero no tan diferentes. Su única patria era el trabajo, como recientemente señalaba James D. Fernández, catedrático de Nueva York, a propósito de una exposición que estos días se verá en Madrid sobre la emigración española a Estados Unidos.

El trabajador granadino al que le quemaron la casa era un tío abuelo del escritor Álex Chico, y así lo recoge en su hermoso libro Los cuerpos partidos, publicado por Candaya, que esta semana ha presentado en varios lugares de Andalucía. El empeño de Chico es rastrear en la memoria diluida de su propia familia, en concreto de su abuelo; un propósito arduo porque, como dice precisamente ese familiar al que le quemaron la vivienda, “muchos [...] habían silenciado su historia durante demasiados años. Al comienzo por pudor o por vergüenza. Después porque dudaban de que su vida pudiera interesar a nadie”. Se equivocaban, y ese error le sigue pasando factura a nuestro país.

La mentira de la pertenencia

Para empezar, este libro nos enseña que emigrar no es sólo el desplazamiento físico y el consecuente desarraigo que, por lo demás, en numerosas ocasiones no se reducía al drama, sino que la esperanza de una vida mejor llenaba aquellas maletas de madera, aquellos trenes atestados, de agitadas ilusiones. Emigrar es, sobre todo, la configuración de una subjetividad nueva, que de pronto se debe expresar en otra lengua, crear una ficción de uno mismo, inventar códigos imposibles para adaptarse a una realidad sin olvidar de la que se proviene. Estar aquí y allá al mismo tiempo, tener un cuerpo partido: “Se trata de darnos sentido a través de un presente que ensanchamos para dejar atrás nuestro pasado. […] Cada recuerdo negado necesita una gran capa que lo cubra […], inmensa, porque con ella buscamos sepultar una parte de nosotros mismos […] Pertenecer a un lugar disminuye la sensación de vacío, una mentira que nos creemos para no asumir una realidad inapelable”.

Esa realidad inapelable pasa por la identidad como único pasaporte para construir una vida, para comprar una casa en un pueblo donde no nacimos, para que no nos miren de reojo, para que nuestro acento no delate… , ¿no delate el qué?, para que nuestras costumbres, nuestros padres, nuestros hijos, nuestros hermanos, nuestros cónyuges tengan carta de naturaleza, de ciudadanía cuando salen de sus barrios periféricos, de sus barracas del Montjüic y entran en el corazón de esa farsa que es la esencia nacional. Y la identidad, ahí radica el verdadero drama, no existe, es una construcción, una convención, un acuerdo cultural, pero tan potente que le clava a una la condición de migrante, la mácula, en ese espacio intermedio que queda entre el cuerpo partido.

Álex Chico entiende todo esto a través de un viaje hipnótico que trata de reconstruir una memoria imposible, porque es la de un abuelo al que nunca conoció, del que no sabe demasiado, que emigró, pero cuyos compañeros de viaje están muertos o son inencontrables. Sin embargo, quedan las huellas, empezando por las que dejan en uno mismo, y quedan los que compartieron destino de una y otra manera. Y queda, claro, la figura de su abuelo como arquetipo. Y queda, por último, al menos para quien esto lee, la pena y la rabia a causa de quienes quieren borrar, dejar de entender, que somos lo mismo que esos que permitimos morir en los mares que nos rodean. Los cuerpos partidos nos convierte a todos en migrantes porque sin alzar la voz, sin gestos grandilocuentes ni discursos espurios nos recuerda de qué escisiones estamos hechos, y que si lo olvidamos siempre habrá una casa quemada a unos pocos pasos de la nuestra.

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