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Fallece Toti Vega, la mensajera contra los nazis que mantuvo hasta el final su compromiso con la República

Toti Vega, en la terraza de su casa en Málaga | Foto: Miguel Heredia

Néstor Cenizo

Quizá porque había vivido para llenar siete vidas, Clotilde Toti VegaToti siempre pensó que hay cosas que no están hechas para ser guardadas, sino que hay que gastarlas y desparramarlas. “Los besos no se ahorran”, nos dijo después de estamparnos tres nada más poner un pie en su casa. Después, ella y Paul pasaron tres horas contando mil aventuras. Toti Vega mantenía la energía desbordante de quien lo tiene todo por hacer y por contar. Falleció la noche del jueves al viernes en su casa de El Palo (Málaga) con 97 años, y este sábado será enterrada allí mismo, junto al mar y su casa.

Desde la terraza, mirando el Mediterráneo en una tarde rojiza, dijo con sorna que lo tenía todo a mano: la comisaría, un parque, el centro de salud y el cementerio para cuando lo necesitara. Aún tenía contacto con dos de los niños que huyeron con ella, pero lamentaba que Celedonio ahora tuviese Alzheimer, o que Sagrario, pobrecita, acababa de morir tontamente. También su íntimo amigo Marcos Ana había fallecido. Ella podía intuir que el final estaba cerca, pero se lo callaba y fue coqueta siempre. A los 94 años se había quitado las gafas. “A estas alturas... Si ya estoy casada, ¿para qué voy a presumir de ojos?”.

Aquella tarde, Toti enseñó fotos de los niños de la guerra recién llegados a Ostende, y un artículo de Umbral que ilustraba una imagen en la que, decían todos, estaba ella. Es la foto de unos críos subidos a un camión, preparados para huir de España. Uno de ellos tapa con el codo la cara de una niña. Dicen que es ella, pero Toti no estaba segura.

De la huida a Toti le quedó el odio a la nieve, una trampa casi mortal en Los Pirineos. Cuando llegaron a Bruselas les recibieron con vítores. “Estábamos llenos de sarna, nos picaba todo. Llevábamos casi tres meses sin bañarnos ni cambiarnos”. Una vez allí, fue a parar a la casa de un librero, Mathieu Corman, que resultó ser un aventurero. Fotógrafo y comunista, había recorrido los frentes de la Guerra Civil con Ernest Hemingway, y muchos opinaban que estaba loco. Toti creía que Corman la escogió a ella porque la vio “rojilla”.

Corman introdujo a la muchacha en los ambientes rebeldes de Ostende, y ella acabó repartiendo mensajes entre los miembros de la Resistencia a la ocupación nazi. A veces llevaba mensajes a una madre de dos miembros de la Resistencia, y un día observó una maceta en la ventana. Era la señal para que huyera. Luego supo que los dos hijos de aquella mujer habían sido capturados. En las peores circunstancias, la mujer se acordó de salvarle la vida.

“Quisiera un sistema más sociable”

Paul Mandeville acompañó a Toti hasta el final, a veces completando su memoria. Se conocieron en un baile, y aunque bailaba como un tronco pasaron el resto de la vida juntos. Gran parte de ella en el antiguo Congo belga, donde él recibió el encargo de contribuir al proceso de descolonización. Por orden del gobierno, estuvieron en la antigua colonia hasta el día de la independencia, el 30 de junio de 1960. Después pasaron a Ruanda con la misión de facilitar la separación de Burundi.

En los últimos años, Paul y Toti pasaban largas temporadas en su casa de El Palo, donde guardaban gran parte de sus recuerdos africanos. Hasta que el cuerpo se lo permitió, participaron en las caminatas en recuerdo de La Desbandá, la huida de decenas de miles de malagueños a pie ante la llegada del ejército franquista.

“Yo pienso de otra manera, quisiera otro sistema para el mundo entero, un sistema más sociable y no tantos privilegios. Yo no he cambiado porque mi marido haya tenido un puesto más burgués”, explicaba. Cada día compraban dos periódicos. Aunque hubiese vivido tantas vidas, Toti siempre mantuvo su compromiso con el presente.

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