Cegados por la hormona del amor
La hormona del amor nos ciega. Hasta ahora sabíamos que el amor era ciego, pero ignorábamos que esta peculiaridad era debida a un capricho de nuestro sistema endocrino. El misterio nos lo ha desvelado el abogado de Isabel Pantoja para justificar el motivo por el que la tonadillera ignoraba los chanchullos de su enamorado Julián Muñoz. Es verdad que el argumento ya fue esgrimido por Miquel Roca para explicar el estado de babia con que la infanta Cristina afrontaba las operaciones financieras de su animoso duque empalmaoempalmao. Pero nunca antes se nos había dado una explicación tan científica, con referencias a Ortega y Gasset incluidas.
No deberíamos desdeñar demasiado a la ligera esta línea argumental del defensor de la Pantoja que, en buena medida, nos permite comprender no pocos de los males que nos afectan como españoles. Porque si algo nos caracteriza a los naturales de esta piel de toro, ya se sabe, es ese carácter temperamental que tan bien supo captar Mérimée, siempre dispuestos a la pasión más arrebatada, con rojos claveles en la boca y desgarrados tientos de guitarra como fondo. Una inclinación hormonal que en última instancia nos permite entender el comportamiento de la derecha española, siempre dispuesta a dejar patente su amor a la patria, aunque la mayor parte de las veces no deja de ser simple y desbordado amor propio.
Es sin duda este sentimiento irrefrenable el que ciega la vista de nuestros gobernantes. Como buenos enamorados, su amor les lleva a encontrar brotes verdes y florecillas haya donde miren, con la vista hormonalmente cegada a la precariedad económica y social con que los dogmas neoconservadores están empujando a los españoles. Por ello, ese Romeo de Estado que es Mariano Rajoy se muestra incapaz de percibir la desigualdad social galopante en que nos está sumiendo unos ajustes que ante él se presentan como si fueran la amorosa mortificación del cilicio en la carne del místico que busca el amoroso encuentro con dios. De ahí que el presidente rechaza cualquier crítica con la misma firmeza con el enamorado se niega a ver los defectos que todo el mundo señala en la persona amada.
Un malestar hormonal que en el caso valenciano parece llegar hasta el paroxismo, pues no en vano estamos hablando de la tierra de las flores, de la luz y del amor. Lo demostró esta semana el portavoz parlamentario del PP Jorge Bellver al acusar a la izquierda de ser valencianos por imperativo legal, impotentes para amar como se merece esta comunidad de vecinos agotados por los pérfidos intentos catalanes de robarnos la paella. Tal vez por eso los valencianos somos los actores ideales para encarnar a los personajes de Saramago, dada la extendida ceguera que parece provocarnos tanto amor.
La incógnita es saber si tendremos cura para nuestros ojos, sobre todo teniendo en cuenta que a los antojos hormonales se le suma esa testaruda presbicia que nos sale con la edad. Claro que a veces se obra el milagro, sin necesidad de sanadores ni que nos veamos asaltados por el impertinente y frustrante desamor. Simplemente pasa que a fuerza de cansancio, de repente comenzamos a ver lo que hasta ayer rechazábamos mirar. Es lo que podría estar ocurriendo a la Justicia que 8 años después del accidente del Metro de Valencia comienza a detectar posibles responsabilidades donde hasta ahora solo veía el luctuoso capricho del azar. Es un primer paso. Esperemos que no haga falta recurrir a Barraquer para afrontar los muchos que todavía nos faltan.