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La conjura de los necios

José Manuel Rambla

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Artes como el cine o la literatura nos ofrecen en ocasiones el gratificante consuelo de los finales felices, aunque sean post mortem. El 26 de marzo de 1969, John Kennedy Toole colocó una manguera en el tubo de escape de su coche y la condujo por una ventanilla hasta el interior del vehículo. Después se encerró en el auto, puso en marcha el motor y esperó tranquilamente a que los gases inhalados le quitasen la vida. El joven americano se suicidaba, entre otras razones, deprimido y frustrado tras ver como las editoriales rechazaban su historia del inadaptado Ignatius, un patético soñador que confiaba en recuperar a su ex novia y salvar al mundo promoviendo una revolución que nos devolviera a la Edad Media, y cuyas peripecias a lo largo del relato irán desnudando las miserias de la sociedad. Tras su muerte, la misma perseverancia materna que tanto asfixió a John en vida, lograba años más tarde que aquel libro, La conjura de los necios, llegara hasta las librerías. En 1981 la novela sería galardonada con el premio Pullitzer.

Estas victorias pírricas parecen estar muy extendidas entre nosotros, no sé si debido a que, como Ignatius, anhelamos la épica de aquellos tiempos feudales en que El Cid era capaz de ganar batallas en Valencia después de muerto. Algo de eso estamos viendo estos días con las alabanzas que desde los más variados ámbitos se vienen lanzando hacia los ya ex diputados de EU Ignacio Blanco, Marga Sanz o Esther López, justo ahora que un 5% les ha dejado fuera del ruedo institucional. Pero no solo desde fuera, también en clave interna de esta organización: ha sido preciso llegar al suicidio representativo tras inhalar los gases tóxicos de no pocos errores políticos y de las tarjetas black de IU-Madrid, para ver convertido en éxito el relato de la unidad popular, sin obsesiones nominalistas, que desde hace tiempo venían defendiendo Alberto Garzón o Julio Anguita.

Claro que los aferramientos nominalistas no son monopolio de ese sector de la izquierda en aparente crisis perpetua. Lo estamos viendo también sin disimulo entre ese progresismo local demasiado autocomplaciente tras los resultados del 24M. El neoculto a la personalidad que algunos sectores de la izquierda valenciana, reforzados por el tacticismo cortoplacista de Pablo Iglesias, están promoviendo entorno a la figura de Mónica Oltra, no parece la base más sólida sobre la que asentar el cambio que necesita este país. Como tampoco lo parecen esos intentos de Ximo Puig por hacer pasar como visión de estado sus guiños a una abstracta austeridad presupuestaria (no es lo mismo endeudarse por una maqueta de Calatrava que por unos servicios públicos de calidad), sus flirteos con Ciudadanos, o su recurso a la güija espiritista para rescatar perdidas almas en pena como Ciprià Ciscar.

La gente suele ser más sabia de lo que parece, incluso cuando se equivoca. En las pasadas elecciones, la sociedad valenciana y española lanzó un claro mensaje de hartazgo frente a una realidad política sumida sin posibilidad de eufemismos en la mierda. Hartazgo frente a unas políticas económicas que nos condenan a la precariedad y al deterioro de nuestro bienestar público, con la misma perseverancia en tiempos de crisis que de recuperación. Hartos de arrogantes salvapatrias que hoy te lanzan una Ley Mordaza y mañana se convierten en expertos viajeros por los laberintos de las puertas giratorias.

Por todo ello, las urnas nos enviaron también un llamado a la humildad después de tantos años encantados de morir de éxito. Los españoles, los valencianos, reivindican mayoritariamente un cambio. Pero ese cambio, nos advierten con su pronunciamiento, sólo será posible desde la pluralidad y la modestia, sin grandes timoneles, ni proyectos hegemónicos. Si los representantes políticos no son conscientes del mensaje, la amenaza de la decepción colectiva puede llegar a ser asfixiante. Dudo mucho de que llegado el caso nos quede algún día el consuelo del reconocimiento post mortem. Sólo nos quedará la amarga constatación de que, una vez más, habremos sido vencidos por la infatigable conjura de los necios.

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