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El cortafuegos español en la derechización de la política europea

Borja Ramírez

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A nadie escapa ya que se ha producido un retorno del autoritarismo a la política europea. Envueltos en un cierto halo de fascismo modernizado, estas viejas formas han vuelto y nadie está a salvo de iniciar –bajo las circunstancias adecuadas- una deriva ideológica entorno a sus preceptos supremacistas. La posmodernidad ha tenido como uno de sus principales consecuencias el afianzamiento de la sociedad líquida –acuñada por el sociólogo polaco Zygmunt Bauman- que se ha materializado en todo su voluble esplendor. Es este, por tanto, terreno abonado para reacciones y fascismos.

Es imperativo entender que la reactivación de los fantasmas de los nacionalismos –que muchos creyeron dormidos- no es sino un movimiento de respuesta, de confinamiento en nosotros mismos como grupo, frente a una realidad amplia y compleja ante la que nos sentimos impotentes. La deriva ultraderechista de la política europea ha de leerse no tanto en términos de una reafirmación consciente de diversas naciones, sino como la claudicación incondicional y en cadena de las mismas. Europa abandonó a sus ciudadanos frente a la vorágine del capitalismo de cowboy y ahora son los italianos, franceses, británicos, húngaros y austríacos (…) los que abandonan Europa.

La meta es la soberanía, recuperar la capacidad de tomar nosotros las decisiones en lugar de sufrir siempre las de otros. Esto no es, por el momento, más que una quimera. No caben soberanismos en un mundo globalizado, desregulado y en el que el capital no tiene fronteras. En este mundo de nadie, la función del Estado –y sus gobiernos soberanos- está en entredicho. Gobiernos elegidos democráticamente, como el de Alexis Tsipras en Grecia, han visto impotentes como sus Estados eran desmantelados y sometidos por los mercados, sin que la voluntad de sus pueblos importase lo más mínimo. El modelo económico neoliberal ha creado un marco en el que la propia democracia ha sido vaciada de todo significado.

No se ha materializado en España, por el momento, la aparición de un partido político al estilo de la ultraderecha europea. Si bien Ciudadanos coquetea con la idea de manera peligrosa, Albert Rivera se ve a sí mismo más como Emmanuel Macron que como Viktor Orbán. Lo cual cobra sentido si tenemos en cuenta que no dejan de ser ambos creación de los mercados y, como tal, ante el envite de la realidad no pueden sino deshincharse hasta desaparecer.

Esta falta de partidos españoles al estilo del Rassemblent National de Le Pen –antiguamente Front National- se debe, entre otras razones, a que estos se estructuran en torno la Nación y la creación de un fuerte nacionalismo de rechazo frente al establishment europeo, parapetado a su vez en torno a los símbolos nacionales. Esa fórmula funciona en Reino Unido, en Francia y en Italia, donde además añaden la carismática figura de il Capo.

España es, sin embargo, un país incapaz de ponerle letra al himno, donde las heridas de conflictos fratricidas todavía supuran y cuyos símbolos nacionales tendrán por siempre cierto tufillo a dictadura. Un país que todavía ve con buenos ojos la Unión Europea, no tanto por confianza en el proyecto común como por desconfianza en sí mismo. España no presenta los síntomas pero es portadora. Es, por tanto, un país en el que “políticos” como Santiago Abascal, que se imaginan entrando al Congreso a lomos de Babieca, sólo pueden hacerlo de la mano de Tejero.

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