Diputado, ves porno y lo sabes
Son las 18.20 del jueves. En estos momentos se está registrando la casa de quien fuera gerente del Partido Popular en Madrid. Hoy no quería escribir mi enésimo articulo sobre la corrupción, creanme. Les doy mi palabra que para este viernes tenía casi listo un artículo que hace un tiempo prometí dedicar a mi colega Rosa Domínguez titulado: “Diputado, ves porno y lo sabes”.
Mi intención era reivindicar la humanidad de quienes se dedican, o nos hemos dedicado en algún momento de nuestra vida, a esto de la política. Me proponía advertir a mis posibles lectores del peligro que esconden estos nuevos candidatos que apestan a producto de factoría, entregados en cuerpo y alma a una patética emulación de modos y maneras más propias de una campaña a gobernador de Oklahoma que para presidir este país. Tenía un par de ideas sobre por que ahora les dio por emitir comunicados sobre sus rupturas sentimentales, o por pasear su felicidad conyugal, fingida o cierta poco importa, por programas confesionario, ceremonias o primeras filas de mitin. Les prometo que me apetecía hacerles sonreír un instante mientras ironizaba sobre la ineficacia electoral de este nuevo postureo en un país que hace años que exhibe con orgullo haber encomendado el gobierno de sus ciudades, comunidades y ministerios a todo tipo de seres humanos sin importarnos jamás ni su orientación, y lo que es más importante, tampoco su desorientación sexual. La ciudadanía es muy consciente de que ya hay que convivir con demasiadas mentiras en el falible mundo de la política como para tener que tragar también con la del amor eterno. Nos irritan sobremanera las primeras damas, los caballeros consorte y sobre todo, ver a sus mascotas merodear por las alfombras de un palacio que solo les hemos alquilado para cuatro años.
Cuando después de comer empecé mi columna de hoy, me divertía pensar en la cara del siempre ponderado Adolf Beltran, sufrido director de esta edición, al leer “Diputado ves porno...” en la columna de “asunto” en su bandeja de entrada. Incluso llegué a animar a mi “yo” autodestructivo murmurando a mi reflejo en la pantalla; “Esta vez lo petamos en internet. Nos echan, pero lo petamos”.
Les prometo que mis intenciones al escribir esa columna eran buenas. Creo sinceramente en la bondad política de los humanos imperfectos. Digamos... que de tener treinta años menos y una habitación que decorar, en el lugar que antaño ocupó el barbudo Che Guevara, hoy estaría el póster de Bill Clinton con la bragueta abierta. Lo siento. Nunca me gustaron los iluminados infalibles, ni los autoproclamados topógrafos de la altura política ajena, que un día condenan la corbata al infierno del armario y al siguiente elevan el esmoquin a la categoría de arma de destrucción masiva en la lucha contra el poder establecido.
Pero ahora, que ya son casi las siete de la tarde ya no tengo ganas de reírme ni de escandalizar a ningún periodista venerable. Oigo de fondo el sonido del televisor y a Mamen Mendizábal narrar el último episodio de esta vergüenza que parece no terminar jamás.
Disculpen, pero ya no le veo la gracia a nada de aquello que escribí. Solo siento asco, y lamento profundamente que quienes tienen la responsabilidad de pasar de una vez esta repugnante página de nuestra historia no parecen ser conscientes de la tremenda irresponsabilidad que supone no implicarse honesta y lealmente en esa tarea.
En realidad, solo quiero terminar este artículo y salir a la calle a buscar a mi amigo el diputado, uno de los tipos mas decentes, trabajadores y honrados que ocupan escaño en ese edificio. Me tomaré una cerveza con ese pobre hombre al que tantas veces he torturado desde que descubrí su secreto. El inocente casi no durmió durante una semana la última vez que su ordenador portátil acabó en el servicio técnico de las cortes. El pobre desgraciado, no sabe que cada vez que ese trasto acaba allí, los becarios que se ocupan de repararlo, que le admiran y que seguramente le votaron, siempre que le devuelven el artefacto piensan: “Diputado, ves porno y lo sabemos”.
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