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Sobre este blog

No sabemos muy bien adónde vamos, nunca lo hemos sabido, aunque a veces hemos creído que sí. Pero hasta aquí hemos llegado y desde aquí partimos cada día para intentar llegar a algún otro sitio, procurando no perder la memoria y utilizando el sentido crítico a modo de brújula. La historia —es decir, los que se apropien de ella— ya dirá la suya, pero mientras tanto nos negamos a cerrar los ojos y a dejar de usar la palabra para decir la nuestra. En legítima defensa.

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No sabem ben bé a on anem, mai no ho hem sabut, encara que de vegades hem cregut que sí. Però fins ací hem arribat i des d’ací partim cada dia per a intentar arribar a algun altre lloc, procurant no perdre la memòria i utilitzant el sentit crític a tall de brúixola. La història —és a dir, els que se n’apropiaran—ja dirà la seua, però mentrestant ens neguem a tancar els ulls i a deixar de fer servir la paraula per a dir la nostra. En legítima defensa.

De ciudadanos a rehenes

Franz Kafka, c. 1910.

Joan Dolç

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Requerimientos, citas, citaciones, teléfonos que nadie descuelga, webs inextricables, contraseñas, certificados electrónicos que no funcionan, reclamaciones, trámites que no acaban, abismos de mierda y desesperación. La vida se nos escapa mientras recorremos perplejos un laberinto burocrático cada vez más enmarañado, del que nunca encontramos la salida porque seguramente no la tiene. Interminables gestiones con el ayuntamiento, el catastro, Hacienda, la policía, el juzgado, el registro de la propiedad, el notario y el sursuncorda, ya sea para hacer frente a sanciones administrativas que no siempre parecen ni son razonables, o para la obtención de documentos expedidos por los cada vez más numerosos organismos de control públicos, semipúblicos y privados, trátese de un seguro obligatorio, un certificado de eficiencia energética, un permiso de obras, la pegatina de la DGT, la de la ITV, la cartilla de vacunación del gato o el certificado de defunción de la yaya. Por no mencionar los interminables y cambiantes requisitos que exigen los bancos, esas entidades «colaboradoras» que se han convertido, en la práctica, en una extensión de la Administración. Allí cobran unos el subsidio o la pensión, otros pagan las multas, y otros, o los mismos, ingresan tributos y fianzas. Y así perdemos una cantidad ingente de tiempo, desesperándonos frente a la pantalla de un ordenador o haciendo cola delante de toda clase de establecimientos supuestamente dedicados a auxiliar al ciudadano donde, a menudo, cuando conseguimos entrar, descubrimos la burla de la mitad de las ventanillas fuera de servicio y una pachorra más propia de una casa de reposo que de un centro de atención pública.

La burocracia nos quita el oxígeno y la autonomía, no deja ningún ámbito de la vida privada por reglamentar y te persigue hasta la muerte y más allá, como descubrirán algún día tus herederos por poco que sea lo que dejas atrás. Todo, hasta la gestión más nimia, tiende a complicarse siguiendo una lógica cuartelera, esa por la que se han regido siempre las mentes más obtusas, que no son capaces de interpretar una norma, tan solo de aplicarla al pie de la letra. Todo está por escrito. Nada se deja al buen juicio del ciudadano, que por eso mismo deja de serlo. Las exigencias de la Administración y las de unas finanzas y un comercio cada vez más normativizados —que no regulados— se mezclan y se suman, conformando un mundo de pesadilla, espeso, viscoso, en el que cuesta moverse. La burocracia engendra burocracia, y no solo en el ámbito oficial. Las compañías de telefonía, la banca o las eléctricas, entes perfectamente privados, despliegan una marrullería procedimental que se inspira directamente en los enredos de la Administración pública. De manera que se hace imprescindible recurrir a asesores, gestores y letrados para crear tu particular ejército mercenario de burócratas. Si te lo puedes permitir, claro. El hecho de que eso no esté al alcance de una inmensa mayoría desmiente el supuesto igualitarismo de la burocracia, uno de los argumentos con que justifica su existencia.

Esa burocracia, que la revolución industrial de la que venimos fomentó, y que las formas de gobierno democráticas desarrollaron para erradicar la arbitrariedad (aparentemente, al menos), puede acabar haciendo de la democracia una parodia, si no es que lo ha conseguido ya. La burocracia convierte no pocos derechos cívicos en una zanahoria inalcanzable, los transforma en obligaciones cuyo cumplimiento exige sin conmiseración, es axiomática y tiene la capacidad de imponer su criterio, sin que medie tribunal alguno, antes de que puedas demostrar que no tiene razón, algo que solo puedes hacer, si encuentras la manera de hacerlo, adentrándote más y más en la espesura burocrática. Así las cosas, el funcionario es percibido como implacable verdugo. Y llega un momento en tú dejas de sentirte ciudadano y empiezas a sentirte rehén. Ni siquiera vasallo —esos, a veces, tenían señores leales y clementes—: rehén. El eco de los conflictos que se eternizan a las puertas del castillo parece no llegar a los oídos de los gobernantes, que no solo no hacen nada al respecto, sino que, vamos a suponer que con las mejores intenciones, contribuyen a enredar la madeja. Cuando un político electo toma posesión de su negociado, se lanza a reglamentar algún cachito de la vida cotidiana previamente reglamentado. Y cuando el personaje desaparezca de escena, ese será su legado, que otros tratarán de modificar y complicarán aún más. Es un proceso acumulativo. En algunas leyes vigentes seguro que todavía hay trazas del ADN de Viriato.

La burocracia es un monstruo elefantiásico que se yergue por encima de cualquier otra instancia como un poder inflexible e intemporal. Los políticos vienen y van, pero el burócrata se queda ahí, manejando, como Indiana Jones el látigo, las disposiciones normativas que se van sedimentando legislatura tras legislatura. El estricto cumplimiento del precepto legal se eleva como un valor absoluto por encima de su pertinencia, eficacia y legitimidad. El maltrato burocrático actúa como una de esas dolencias que tienden a ignorarse porque aquejan a muchos, una circunstancia que las convierte en vulgares, pero no por ello menos insufribles para quienes las padecen. Y así es como llega un momento en que el desamor del buen ciudadano, despojado de sus atributos, no lo es ya hacia un partido u otro, sino hacia el régimen en su conjunto. Cuando el votante, que por encima de todo es administrado, percibe que el Estado no es eso que él cree definir con su voto, sino un ente hostil, tiránico, prepotente y contrario no ya a sus intereses, sino a lo que le parece justo y razonable, se tambalea la idea misma de democracia. Y los sueños de ese ciudadano ejemplar, manso, respetuoso con la autoridad y amante del orden, oscilan entre el temor y el deseo de que el Estado reviente de empacho administrativo, que acabe ensartado en el descomunal pilar burocrático sobre el que se aguanta. Por fortuna son cosas que tienden a olvidarse cuando llega una campaña electoral.

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No sabemos muy bien adónde vamos, nunca lo hemos sabido, aunque a veces hemos creído que sí. Pero hasta aquí hemos llegado y desde aquí partimos cada día para intentar llegar a algún otro sitio, procurando no perder la memoria y utilizando el sentido crítico a modo de brújula. La historia —es decir, los que se apropien de ella— ya dirá la suya, pero mientras tanto nos negamos a cerrar los ojos y a dejar de usar la palabra para decir la nuestra. En legítima defensa.

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No sabem ben bé a on anem, mai no ho hem sabut, encara que de vegades hem cregut que sí. Però fins ací hem arribat i des d’ací partim cada dia per a intentar arribar a algun altre lloc, procurant no perdre la memòria i utilitzant el sentit crític a tall de brúixola. La història —és a dir, els que se n’apropiaran—ja dirà la seua, però mentrestant ens neguem a tancar els ulls i a deixar de fer servir la paraula per a dir la nostra. En legítima defensa.

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