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Cómplices del olvido

Giorgio De Chirico. L’enigma di una giornata, 1914.

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A decir de los augures que pululan en los medios, esta pandemia tendrá efectos significativos en la macroeconomía y en el orden geopolítico, pero todo parece indicar que, independientemente de cómo y cuándo acabe, de ella no quedarán muchas señales que permitan prolongar su recuerdo. Desde luego, no ese reguero de caras picadas por la viruela tan habituales hace unas décadas, o esa discapacidad tan característica que causaba la polio. Las secuelas entre los que la hayan padecido, sean las que sean, serán poco visibles. Dejará muertos, eso sí, pero estos son vestigios extremadamente volátiles. Pasará como con los de aquella pandemia de 1918, de la que nadie se acordaba hasta que esta nos vino a refrescar la memoria. Pero dejará, vamos a creerlo así, muchos pequeños recuerdos personales, pequeños hallazgos sobre nosotros mismos, sobre la manera como percibimos el tiempo y sobre los anclajes de nuestra vida, que el descenso del nivel de la normalidad ha dejado al descubierto y nos ha permitido ver, unas pocas cicatrices provocadas por inesperadas sinapsis, ya saben, esos encontronazos entre dos partículas neuronales que se quedan enzarzadas y chisporroteando caprichosamente dentro de tu cabeza hasta el día en que se te acaban las pilas.

Durante aquellos paseos restringidos de cuando acabó el confinamiento domiciliario, solía pasar por delante de un edificio de aguas potables que tiene en la fachada una placa donde consta el año de su inauguración, 1937. Nunca antes me había fijado en ella, o si lo había hecho, no le había dado la menor importancia. Ahora, cada vez que la veía no podía dejar de pensar que mientras estaban haciendo aquella obra la Guerra Civil estaba en pleno apogeo. También, en aquella misma ruta, un poco más adelante, estaban reparando un puente, e imaginé que cada vez que en el futuro lo cruzara me acordaría del maldito coronavirus. De repente uno cae en la cuenta de que tal día estaba sucediendo tal cosa, de que tal recuerdo personal coincide con el de una efeméride, de que cuando se estrenó la película que estás viendo se estaba preparando una masacre, de que esa persona que aparece en la fotografía que tienes en las manos no lo sabía, pero moriría poco después. Por todas partes hay hitos que nos recuerdan que pasó algo que para unos iba a ser el fruto de sus cálculos perversos y para otros una sorpresa fatídica. En cualquier punto por el que pasamos se mezclan la voluntad y el azar, y si se tiene la información suficiente uno se da cuenta de que la casualidad no es más que un espejismo provocado por la ignorancia.

Caminamos sin saber lo que pisamos, que suele ser la vida amortizada de otros, el saldo de su voluntad y de su suerte. Y de repente, cuando nos enteramos de que allí mismo, donde sea, hubo un acontecimiento histórico, o que, simplemente, alguien significativo descansó una noche, ese lugar anodino cobra sentido. Si conoces el idioma con el que está escrito el mundo, este te habla, y te cuente lo que te cuente, te hable de infiernos olvidados o de paraísos perdidos, el resultado es siempre gratificante. Es un placer al que te acostumbras una vez lo has experimentado, y sufres cuando no llega. Cuando no tienes las claves para interpretar el mundo te sientes como un pecio a la deriva rodeado por la niebla. Así que uno trata de aprender a leerlo sin dejarse abrumar por una erudición excesiva, que es tan estéril y te convierte en tan analfabeto como la ignorancia absoluta. No es tarea fácil en estos tiempos en los que la reconstrucción se confunde con la falsificación, las franquicias han sembrado el mundo de establecimientos de cartón piedra, con falsa solera, o un urbanismo falsamente historicista ha estandarizado los centros históricos. Hay que ir con mucho cuidado para que no te den gato por liebre. Por no hablar de los incansables reescribidores del pasado, que a la chita callando van cambiando hitos por mojones.

Te acostumbras a preguntarte quién habrá muerto en esa cama de hotel en la que yaces ahora, quiénes y cómo se habrán refocilado, o qué ruinas habrá debajo de ese trozo de asfalto o de qué restos se alimentará tal árbol centenario. Paseas por el mundo como por una gran necrópolis. Haces como aquel amigo provecto, que iba al cementerio para recordar quién estaba enterrado en cada nicho, porque cada uno le contaba una historia que reavivaba su memoria. A ti no te gustan los cementerios. Piensas, como Vicent Andrés Estellés, uno que se hizo pasar por epicúreo huyendo de la hipocondría, que los muertos no se detienen en esos lugares, que pasan de largo, pero haces algo que se parece mucho. De vez en cuando buscas en Internet, ese inmenso camposanto global, para saber qué fue de aquel mito de juventud, de aquel actor, de aquel personaje que se te quedó adherido a la memoria, que algo haría para merecerlo, te adentras en las páginas del antiguo famoseo y miras los restos del naufragio de una época, aquella que se supone que es o que fue «la tuya» —lo dicen los que quieren apropiarse de esta—. Simultáneamente has ido adquiriendo la habilidad y la costumbre de proyectar los rostros y los cuerpos de los demás hacia el futuro, de ver al viejo que hay detrás de cada físico lozano. O al revés, crees vislumbrar con una claridad visionaria el niño que fue ese anciano que camina como quien hace una cuenta atrás.

También te miras en el espejo, que siempre te desmiente la imagen que de ti mismo guardas en tu interior. No te importa mucho haberte quedado calvo, o saber que ese diente con el que sonríes es un triste sucedáneo de tu antaño reluciente colmillo, salvo por lo que sabes que eso significa, salvo porque sabes que es la pérdida visible de otras pérdidas que no se ven. Te miras y tratas de recordar quién eras y de adivinar los estadios que te faltan para llegar a la definitiva decrepitud. Y a veces piensas en todos aquellos secretos que pueden desaparecer contigo. Llega un momento en que te das cuenta de que solo tú sabes algo sobre determinado asunto, y de que, si no haces nada para remediarlo, te lo llevarás a la tumba. ¿Lo cuentas antes de que sea demasiado tarde, o callas? ¿Contribuyes a la desmemoria, o tratas de hacerle frente? Puede que en un primer momento sientas vértigo frente a ese vórtice que se hunde en la nada, pero llega un punto en que te das cuenta de que esa es una de las pocas cosas sobre las que tienes un control inequívoco, y entonces empiezas a sentir un placer perverso ante la posibilidad de convertirte en cómplice del olvido.

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