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Estudio Estado

Simón Alegre

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No debemos conceder excesivo crédito a las teorías que afirman cambios apocalípticos que socavarán los sistemas políticos, tal y como hoy los conocemos. Experimentamos una crisis cíclica, pero que no es, en lo sustancial, sistémica. Observaremos transformaciones aceleradas y cambiarán algunos actores, sin que el meollo de nuestros sistemas políticos –Estado, partidos, elecciones…- se vea alterado.

Viene esta reflexión a colación del renacimiento de la noción de Estado, de cuya crisis se nos había alertado a principios de este siglo por la conjunción de dos variables: el auge de las empresas transnacionales en un contexto de globalización –y su pareja erosión de la soberanía nacional- y la tendencia a interpretar la política desde perspectivas –infra y –supra estatales.

Ambas razones provienen del manido leitmotiv “piensa globalmente, actúa localmente” y durante los primeros compases de la mundialización recién acuñada –en puridad, el proceso dura desde los romanos- sugerían una nueva era en la que los Estados perderían peso.

El orden posterior a la II Guerra Mundial consagró en los altares de lo políticamente correcto dicha forma de gobierno, merced a la imputación del nacionalismo como instigador de la conflagración. Los países se aprestaron a desarrollar sus Estados del Bienestar y a implementar políticas supranacionales de consenso en aras de evitar nuevos conflictos bélicos. En este contexto, las estructuras estatales fueron exportadas, imitadas e importadas en territorios que las ignoraban, con los consabidos resultados.

El nacionalismo –de los Estados-nación y de las naciones sin Estado- quedó marginado de las teorías académicas, como un vestigio de otra época. Sin embargo, desde finales de los sesenta del siglo pasado se produjo, paralelamente a la irrupción del postmaterialismo, una reviviscencia de las reivindicaciones nacionalistas.

Tal pujanza, a priori destinada a debilitar los armazones estatales, ha supuesto un reforzamiento del –Nietzsche dixit- más frío de los monstruos fríos. Por reacción de los Estados-nación que cuentan con reconocimiento internacional y por aspiración a integrarse en su club por parte de las naciones –permítase el uso de las cuasipersonas en estos casos- que carecen del mismo, toda vez que se trata de conceptos disímiles.

La Europa de las Regiones es, a día de hoy, pura literatura, si nos guiamos por el funcionamiento cotidiano de las instituciones comunitarias. La nación, en definitiva, ha venido en ayuda del Estado y la coyuntura de Catalunya y el “sí + sí” constituye un meridiano ejemplo de ello. Por su parte, hasta el Islam más fundamentalista, partidario del orden teocrático y hostil por principios a la forma estatal, juega con el campo semántico del adversario y pugna por instaurar el Estado Islámico.

Lo mismo puede decirse de los partidos políticos, para los que agoreramente se presagiaba una mutación en movimiento social. La realidad invierte los términos de la relación, las elites reorganizan sus estrategias.

Por último, el fin de la historia que vaticinó Francis Fukuyama ya fue desmentido un lejano 11 de septiembre de 2001. Lo que sí que se había acabado era la mutua disuasión de las ideologías omnicomprensivas que habían campeado hasta la fecha. En adelante, las amenazas resultarían más ubicuas y camufladas a la vez, atomizadas e imprevisibles.

Cito a continuación las palabras de Jorge Verstrynge, alguien que ha sabido interpretar a la perfección el signo de estos tiempos, en la La guerra periférica y el islam revolucionario. Mientras tanto, desconfíen de los juegos florales que pronostican los decesos del Estado o los partidos: “Yo recuerdo los grandes movimientos pacifistas de los años sesenta gritando ”la bomba va a traer la guerra…!“ Y al final la bomba trajo la paz. Porque al que la tiene no le ponen la mano encima. Es la garantía de la independencia total. Es el arma más democrática que existe, porque iguala al pequeño que tiene la bomba con el grande que también la tiene”.

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