Invadiendo a los bárbaros
He llegado a Berlín. Entré a la RFA (¡Éramos tan jóvenes cuando el nombre de Alemania eran siglas y el corresponsal estaba en Bonn!) por Baviera, procedente de Insbruck y, en seguida, me engulleron sus bosques de abetos enormes y los prístinos carriles para bicicletas que los atraviesan.
En una de esas sombreadas rectas infinitas se me apareció la imagen de Publio Quintilio Varo y sus legiones, avanzando pesadamente y casi en fila de a uno por la densa arboleda de Teotoburgo. Atraído por el querusco Arminio (Hermann), hasta ese momento aliado de Roma, Varo condujo a sus tropas a una catástrofe que disuadió para siempre a los imperiales de penetrar en las inmensidades de Germania. ¡Quintilio Varo, devuélveme mis legiones!, dicen que estuvo sollozando de desesperación durante meses el divino Augusto, aterrado porque los bárbaros invadieran la Galia y la propia Italia.
Con estos antecedentes, y superando mi justificado temor de latino y orgulloso heredero de Roma, penetré en el Barbaricum confiando en que, al ingresar mucho más al este que Varo, mi suerte sería distinta. Caí en la cuenta de que ya llevaba un par de días transitando por él (desde el Tirol del Sur) y que hasta entonces, esa gente ruda y salvaje de las crónicas romanas me había tratado exquisitamente, sobre todo los conductores, mucho más respetuosos con los ciclistas que los hispanos, galos y cisalpinos de las jornadas precedentes.
El alemán, al volante o al manillar, es paciente y cumplidor de la norma. Tal vez por eso, a sus planificadores urbanos no les ha hecho falta recurrir a la omnipresente, colonizadora de espacio y afrancesada moda de la rotonda, tan en boga en España e Italia. En Alemania, el tradicional semáforo continúa siendo chic y el no va más en tendencias viales. Y eso que, a veces, en intersecciones de múltiples calles de doble sentido, las esperas son largas. Que sus conductores aguarden a la luz verde con mayor asiduidad y duración no ha hecho, y que me desmientan la OCDE o el FMI, que Alemania haya visto reducida su productividad. Si las rotondas —urbanas o rurales— fueran esas minas de oro intangible que es el tiempo, España e Italia serían los países más cool y competitivos del mundo.
En Baviera, la vida parece relajada (al menos en fin de semana), como en Austria, a la que atravesé en menos de un día por esa protuberancia occidental, que linda con Suiza y que los vencedores de la Gran Guerra le dejaron cual cola de ratón en el proceso de descuartizamiento imperial de Versalles posterior a la gran carnicería.
Como en la onda de una piedra en el agua, los colosos alpinos van dando paso a montañas que sirven de envoltorio a idílicos lagos. Poco a poco, de sur a norte, el paisaje se transforma en colinas sucesivas que preceden a crestas cada vez más suaves. Llegando a Turingia, la llanura es casi total.
Ya en Sajonia, vislumbro a lo lejos la aguja de la Iglesia de Todos los Santos de Wittenberg, en cuya puerta, el 31 de octubre de 1517, Martín Lutero clavó (o no) las decisivas 95 tesis que cambiaron la Historia para siempre.
Tres días antes, en Ratisbona, había recordado la célebre conferencia que pronunció Benedicto XVI en 2006 en esa ciudad bávara, maliciosamente interpretada por algunos líderes de países musulmanes para dar a entender que el Papa acusaba al islam de ser una religión basada en la conversión forzosa y la violencia.
Ambos momentos coincidieron con el nacimiento de nuevos medios de comunicación. Con Lutero y la Reforma, la imprenta de Gutenberg dio el primer estirón; cuando el discurso pontificio, las redes sociales de Zuckerberg y otros empezaban a ensuciar sus primeros pañales. Hoy, la mierda ya rebosa hasta haberse convertido en amenaza para la salud pública. El invento de los tipos móviles ha demostrado con creces su utilidad y capacidad liberadora; al de los tipos duros, dopados de esteroides, testosterona y algoritmos trucados, aún le queda mucho que demostrar.
En Wittenberg me asaltó de nuevo la idea de la maravillosa pero también inquietante capacidad performativa de las palabras, del discurso como acción de Hannah Arendt y su fuerza tanto para inspirar e imaginar un mundo mejor como para desatar tempestades sociales y políticas. Tuve Núremberg a tiro de piedra pero pasé de largo. A la vista de los pensamientos que me asaltan en cada escala de mi camino, creo que acerté evitando la histérica antesala oratoria del infierno en la Tierra.
Más allá de ser cunas del protestantismo, lo que llama la atención de Sajonia y Brandeburgo es la huella arquitectónica de la RDA. Es la más evidente para un transeúnte que circula a 20 kilómetros por hora. Los bloques de paralelepípedos habitados por la clase predestinada a esculpir el mundo según las leyes inexorables de la Historia van apareciendo hasta en las pequeñas poblaciones. Hoy, esa misma clase, o al menos muchos de los parias de la Tierra que habitan tales colmenas humanas, votan a Alternativa por Alemania (AfD).
Pedaleando entre antiguos campamentos de colonias de los Pioneros y hoteles con forma de hexaedro perfectamente liso, donde se alojaban los Héroes del Trabajo estajanovista que estaban construyendo el nuevo orden para el hombre nuevo, a este flaneur de la Revolución lo iba invadiendo esa ostalgie del que nunca experimentó ni las ventajas ni los rigores de aquel sistema.
Uno proyecta en La vida de los otros lo que hubiera podido ser la suya y se identifica con el gris funcionario obediente que espía, a veces con displicencia, a veces con envidia, la existencia íntima de los más atractivos, brillantes y, por tanto, disolutos y disolventes elementos de una sociedad esquizofrénica, que fomenta la excelencia hasta que se torna incontrolable y debe segarse o arrancarse de raíz.
Un régimen así tenía que colapsar a la fuerza. Y colapsó; no lo hundieron desde fuera, por mucho que lo intentaran. En cualquier caso, todos los sistemas acaban hundiéndose cuando los supuestos cimientos de granito degeneran en pies de barro. El Imperio Persa de Ciro y Darío duró 200 años y Roma, casi un milenio (o dos, si incluimos a Bizancio); Egipto perduró 30 siglos.
Aunque tengo ojeras por el cansancio, ahora que aquí no quedan muros (mientras se construyen en tantos lugares), me encuentro francamente bien en Berlín Este
Hoy, Europa está cercada y los Estados Unidos viven sus horas más oscuras. China se enseñorea desde el Extremo Oriente, que pronto dejará de serlo, cuando el Imperio Celestial se erija en el centro del mundo y, en consecuencia, en el meridiano desde el que divisar y decretar por dónde para el oeste y por dónde, el este.
Yo he llegado al oriente alemán y aquí me quedaré unos cuantos días, más allá de la Puerta de Brandeburgo y de Alexanderplatz. Me acoge y pasea por esta ciudad de los prodigios una de mis mejores amigas, que vive en Rigaer Strasse, a un paso de Karl-Marx-Allee, la gran avenida surgida de los escombros de la guerra y que, entre 1952 y 1961, se llamó Stalinallee. Ya empieza a refrescar pero todavía no ha llegado la nieve. Aunque tengo ojeras por el cansancio, ahora que aquí no quedan muros (mientras se construyen en tantos lugares), me encuentro francamente bien en Berlín Este.
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