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Morir por tu casa

Javier Caro

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Noto en la televisión, y en la prensa en general, que cada vez es menos importante o impactante, el desahucio de personas de sus casas. Ya no es novedad, ya no nos tiramos del pelo al ver como alguien que no ha hecho nada malo, o no tan malo como para perderlo todo, es echado de su hogar.

Ya no sorprende ver a los integrantes de la PAH luchando, cogidos a algún barrote de la casa, por la dignidad que produce una vivienda, por la tranquilidad que genera saber que se tiene un techo. Ahora existen otras noticias, y es normal, la actualidad avanza, la vida pasa y estas cosas siguen sucediendo. Pero ya nos hemos acostumbrados a vivir, o sobrevivir, entre los escombros de la dignidad humana llevada al extremo.

Hace unos días un hombre de 55 años se ahorcaba en su domicilio en Alicante, el hombre no podía pagar desde hacía 5 años, y debía un total de 24.000 euros, que es justo lo que parece que valía su vida. ¿Acaso la vida de alguien vale o cuesta 24.000 euros?, la respuesta no la sabemos o al menos yo no la sé, pero en éste caso parecía costar eso. Porque por no poder pagar esos míseros euros, de los que dependían su vida, decidió poner fin a ella. El hombre vivía solo, sus hijas estaban en Barcelona y sus vecinos se lo esperaban por la desesperación que arrastraba. Nadie ha hecho el ejercicio de imaginarse la soledad de un hombre que a los 50 no pudo seguir pagando, la soledad de alguien que pretende quitarse la vida, esos momentos antes de tal acción. ¿Qué pensó?, ¿para quién o quiénes fueron sus últimos minutos de vida?. Me pregunto, con dolor, cómo puede alguien llegar a ese extremo, y me respondo que fue víctima de un gobierno que mira hacia otro lado, de unos bancos que azuzan y generan una angustia psicológica insoportable, que destroza cualquier pensamiento. Y, ¿quién es el culpable de una sangría que jamás pensó España tener?. Seguramente habrá que mirar a muchos lugares para encontrar los culpables de esta insólita y deleznable situación. Los más osados dirán que en realidad nadie les pone una pistola en la cabeza para que se suiciden, y esos osados olvidarán que todos podemos ser pasto de las llamas cuando el trabajo falta o la enfermedad toca a la puerta. Por desgracia, también hace pocos días morían dos ancianos en su casa en Calvia cuando llegó a su hogar una carta de impagos. Ellos dejaron una carta explicando los motivos, otros no lo hacen, pero sabemos el por qué de tanto dolor. Otras víctimas de un sistema podrido, de los que prefieren salvar bancos a personas, un sistema que sabe que estas noticias, a fuerza de repetirse, de estar siempre en la palestra, al final pierden fuelle, originalidad y ya no son carnaza de titular. La gente olvida, y ese es el mejor método que los políticos conocen para no moverse, para seguir haciendo lo que les plazca. El olvido es una gran estrategia.

Siempre habrá otra noticia más grave y más nueva que sepulte la que ya ha sido contada mil veces, aunque por distintos actores, con distintas vidas.

La PAH llevó al congreso un millón y medio de firmas de personas de buena voluntad, que deseaban un cambio, personas que confiaban en vivir en una democracia donde se respetará una ILP histórica, como era la que pretendían la Plataforma de Afectados por las Hipotecas, pero tuvieron que entender, del peor modo posible, que no había nada nuevo bajo el sol.

En mayo de 2013 el PP decidió dar un paso adelante, quizás acuciado por la prensa y la mala imagen internacional que proyectaban, al ver como se tiraba de sus casas a familias enteras sin demasiada caridad cristiana, y aprobó una ley para intentar ayudar a las familias. Aunque claro, en ella no figuraba la dación en pago, y mucho menos de carácter retroactiva. Frente a aquel engaño muchos ciudadanos vieron que la solución nunca iba a llegar, y se tendrían que ver con sus enseres en la calle, al refugio de la caridad, retornando a la casa de sus padres y viviendo al amparo de personas mayores.

Muchos ciudadanos han muerto por no perder su casa, pero aunque parezca sólo eso, es mucho más. Es la pérdida de la dignidad, es no poder seguir en el hogar que habían comprado con esfuerzo, es verse arruinado para siempre, sin una oportunidad para volver a reiniciar sus vidas. Coger la soga, las pastillas o lo que sea para lanzarse al vacío de la muerte, no es una decisión fútil ni poco pensada, es una decisión desesperada, es una muerte por la que nadie paga, por la que nadie va a la cárcel ni se le señala por la calle. Son muerte gratuitas. Ya no tendrán los bancos que aguantar a esas personas en las puertas de sus oficinas con escraches o sentadas, ahora podrán sentirse seguros.

Cuando alguien tira la toalla es porque ha intentado solventar el problema, pero no solo no ha podido, sino que se ha sentido inútil y desquiciado.

Ese hombre que se ha ahorcado en Alicante o el matrimonio de Calvia, solo son un reflejo de la deshumanización de las instituciones, es una prueba del cansancio al que someten, con inmovilismo, a la PAH.

Hace unas semanas vi a un hombre en la calle sentado, pedía para comer, y en el cartel que llevaba en sus manos, escribía, “El próximo puedes ser tú”.

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