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Tranvía a los sueños (adiós Balneario)

Javier Caro

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Paseaba por la noche con una amiga por la playa cuando pasamos por el Hotel Las Arenas, ese mastodonte que se alza enfrente de la playa. Lo miré un rato y comencé un relato, mi amiga no había vivido su infancia en la ciudad, sobre cómo era todo esto cuando yo no era más que un infante. Todo está muy cambiado, de hecho sería irreconocible para cualquiera que no haya vivido el cambio o que alguien se lo cuente. Parecía un abuelo cebolleta contando una historieta de no hace mucho tiempo. De pequeño la playa me encantaba, el Sol no quemaba tanto y construía castillos de arena en la orilla. Me encantaba la playa, era un lugar de libertad, podías estar en el agua todo el rato que desearas, tú solo contra las olas, sumergiéndote en ellas o dejándote flotar. Para aquello no precisaba de amigos ni compañeros de juegos, podía estar solo y pasarlo bien. Cuando íbamos a Las Arenas lo hacíamos porque íbamos en familia, mis tíos y primos venían de la otra parte de España y se alojaban en mi casa, en aquellas fechas estábamos más cerca de ser una comuna hippie con bañadores y toallas tendidas que una casa normal. Íbamos en autobús, no por no contaminar, ¿qué demonios era eso de contaminar?. Viajábamos de ese modo porque era barato y útil, podíamos ir todos con el mismo bonobús, sagrado invento, y dejarnos en la puerta. Allí pagabas la entrada y ya era bañista VIP, tenías a tu alcance duchas, que en aquella época no había en la playa (y de haberlas no las recuerdo) y algunas recreativas arcade que eran para volverse loco por 25 pesetas, ¡cómo me gustaba ese Street fighter y ese Tetris!. La tortilla en un tupper, llamado fiambrera, unas sillas de playa y varias neveras horribles y azules, quizás para emular el frío interior. Cruzábamos la playa y ahí estaba ese techo enorme, ese techo de paja que cubría gran parte de la playa. Un techo donde nos resguardábamos del Sol y podíamos disfrutar de un día de arena fría. Hoy sería bastante antiglamour, bastante de pobres de barrio proletario o de gañanes, pero en su momento era algo normal, habitual para un domingo o un día especial. En la playa eras feliz, aquello no era caro, era para todo el mundo, cualquiera podía entrar, no había camareros que te trajeras daikiris a la orilla ni música chillo out, como mucho alguna de Manolo Escobar o el Titi. Todo parecía menos elitista y más accesible, para los que aquí, para las familias, los amigos. La brisa del mar llegaba trufada de olor a fritanga o a colonia barata, los bañadores eran feos y nunca de marca, tus familiares hablaban de Tómbola y unos señores con gorro de paja vendían pipas y gusanitos tostándose al Sol. Los vendedores ambulantes eran la tónica habitual, pululaban entre las familias y las toallas esquivando no levantar la tan asquerosa arena. Vendían pulseras, carteras y relojes casio, de esos feos y negros de medio plástico, que la modernidad le han conferido estándar de vintage. El Balnerario era un leviatán que no parecía tener mucho uso, las duchas, que antaño habían sido para los prebostes, ahora las usábamos nosotros, pobres obreros. Allí nos congregábamos todo tipo de personas, desde trabajadores hasta gente con más posibles, yo no los distinguía, sin camiseta y con gorro de tela y puro, todos parecemos iguales. Recuerdo una noche en la cual fuimos al cine de verano, se hacía allí y no creo que fuera muy caro, la película en cuestión fue “Flubber” (Les Mayfield, 1997). No se proyectaba en una pantalla acondicionada para tal uso, ni tampoco el sonido era para aplaudir y mostrar reverencia, aquello sonaba mal y la pared, con sus desconchones, era la que hacía la función de pantalla. Un día, no sé cuál, simplemente dejamos de ir, nuestros viajes a la playa eran a la Malvarrosa, que era gratis. También comenzamos a salir de València y Cullera y Gandia se transformaron en nuestros destinos playeros. Cuando construyeron el complejo actual, sentí que una parte de la ciudad había desaparecido para siempre, que la fotografía de un recuerdo para generaciones enteras iba a volatilizarse. Supe que el modelo había cambiado, que ya no iba ser igual y que los días de playa para centenares de familias cambiarían. El hotel volvió a las manos de los que tienen más y lo pueden pagar. Recuerdo su puerta, esa verja, recuerdo el suelo y el olor. Siempre me ha costado mucho visionar la fantástica película “Tranvía a la Malvarrosa” (Jose Luís García Sánchez, 1977), no porque salga el Balneario, que también, sino porque me recuerda a aquellos veranos, aquellas tardes bajo la sombra protegido por mi familia, por mi madre. Me recuerda a un pasado que es solo eso, pasado y nada más. No he vuelto a ir a la playa con aquella sensación gregaria de unidad, de familia. Contándolo me sentí mayor y nostálgico, pero quién no lo es cuando habla de su infancia.

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