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CV Opinión cintillo

Elegir juguete, elegir qué regalo

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Estos días de Navidad, cuando volvemos a preguntarnos qué regalar a los más pequeños, quizá convenga ir un poco más allá del envoltorio. Porque elegir juguete es elegir regalo, y en ese gesto cotidiano se decide mucho más de lo que parece.

En un mercado que mide el éxito en unidades vendidas y no en infancia cuidada, recuperar el juguete tradicional y artesanal no es una cuestión estética ni nostálgica. Es una decisión educativa, económica y profundamente política.

Durante años hemos asumido con naturalidad que el juego infantil esté dominado por productos importados, fabricados a miles de kilómetros, pensados para durar poco y estimular mucho. Juguetes que prometen aprendizaje acelerado, pero que dejan escaso margen a la imaginación, al error y al vínculo. Frente a ese modelo, el juguete artesanal propone justo lo contrario: menos ruido, más relato; menos instrucciones, más libertad.

Jugar no es un acto menor. Quienes trabajamos con infancia lo sabemos bien. A través del juego, niños y niñas construyen su forma de estar en el mundo: aprenden a cooperar, a negociar reglas, a frustrarse, a crear sentido compartido. El juguete tradicional —una peonza, una muñeca de trapo, un tren de madera— no impone un guion cerrado. Invita a inventarlo. Y en ese espacio abierto se entrenan habilidades esenciales que no caben en ninguna pantalla: creatividad, empatía, pensamiento crítico y vínculo social.

En territorios como la Comunitat Valenciana, hablar de juguete es también hablar de memoria económica. Comarcas como la Foia de Castalla, l’Alcoià o el Comtat fueron durante décadas un referente industrial del sector juguetero en Europa. Hoy, ese legado sobrevive en pequeños talleres y proyectos artesanos que apuestan por la producción local, los materiales sostenibles y los procesos manuales, mientras compiten en clara desventaja con la fabricación masiva asiática.

La competencia con China no es, ni puede ser, una batalla de precios. Es una batalla de sentido. El mercado del juguete en España factura más de 1.600 millones de euros al año, pero el segmento artesanal y educativo apenas representa un pequeño porcentaje. Sin embargo, su crecimiento es sostenido. No porque sea más barato, sino porque responde a una demanda cada vez más consciente: familias, escuelas y proyectos educativos que buscan coherencia entre lo que dicen y lo que compran.

Desde una perspectiva de economía social, el valor del juguete artesanal va mucho más allá del objeto. Cada pieza sostiene un oficio, genera empleo local, reduce la huella ecológica y refuerza el tejido comunitario. Frente a un modelo basado en la deslocalización, la sobreproducción y el descarte rápido, el juguete artesanal propone durabilidad, reparación y cuidado. No es una alternativa romántica: es una opción estratégica en tiempos de crisis climática y precarización laboral.

Como presidenta de una ONGD que trabaja con infancia y comunidades vulnerables, he comprobado que el juego sencillo, compartido y creativo tiene un impacto transformador real. No necesita tecnología sofisticada ni grandes inversiones. Necesita tiempo, presencia y materiales que no lo hagan todo por el niño o la niña. En contextos de exclusión, el juego libre no es un lujo: es una herramienta de dignidad y de igualdad de oportunidades.

Sin embargo, este modelo no puede sostenerse solo con la buena voluntad del consumidor. Requiere políticas públicas que lo acompañen: apoyo a la artesanía, compra pública responsable, ferias especializadas, programas educativos que integren el juego tradicional y medidas fiscales que no penalicen a quien produce en pequeño y en local. Hablar de consumo responsable sin tocar estas palancas es quedarse a medio camino.

También requiere honestidad colectiva. No podemos defender una educación basada en valores como la sostenibilidad, la cooperación o el cuidado, y al mismo tiempo llenar las habitaciones infantiles de objetos diseñados para ser usados y tirados. Elegir un juguete no es un gesto neutro. Es una decisión económica, cultural y ética.

Recuperar el juguete tradicional no es mirar al pasado. Es imaginar un futuro con más tiempo, más manos y menos pantallas. Un futuro donde el juego vuelva a ser un derecho y no un producto de usar y tirar.

Tal vez, en un mundo acelerado y desigual, enseñar a jugar despacio sea una de las formas más sencillas —y más radicales— de empezar a cambiarlo.

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