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Otra vez Cañizares, no se cansa el tío

Alfons Cervera

Nunca lo había visto en persona personalmente, como dice el agente Catarella en la serie protagonizada por el comisario Montalbano, una excelente colección de historias policiales que lleva escribiendo desde hace años el escritor siciliano Andrea Camilleri. Sólo lo había visto en esas fotografías tipo carné de los periódicos y en los chistes de wasap cuando desaparecía -como el mago Houdini- en una capa más ridículamente grande que la alfombra roja de los Oscar en Hollywood. Pero hace un par de semanas lo vi en Valencia, ahora sí en persona personalmente. Estaba plantado, con otro de sus colegas, en la esquina de la calle de la Paz con la de las Comedias. Semáforo en rojo. Pasan tres mujeres el paso de cebra al Casino de Agricultura. Una dice: ¿no es ese el arzobispo Cañizares? Entonces lo miro. Me parece estratosféricamente pequeño, como aquel actor que se llamaba Mickey Rooney pero en cura. Otra diferencia importante entre uno y otro es que Rooney se casó con Ava Gardner y el cura -como es lógico según el catecismo- lo hizo con Dios casi al mismo tiempo que la pareja del cine. El caso es que ahí estaba el cardenal Cañizares, el arzobispo Cañizares, el azote de las costumbres licenciosas que nos llevan directamente al infierno, el vigía de occidente desde el Palacio Arzobispal, el que acoge en la catedral las misas en honor de Franco, el de la boca suelta por la que salen culebras llenas de rabia, ansiosas de morder sañudamente cualquier carne que sepa a modernidad.

Pues eso, que lo vi allí plantado, encogido en su diminuta envergadura de gigante ultra, mirando con risa de muñequito saltarín el tráfico de una calle cuyo nombre igual le aterra porque a él le va sobre todo la marcha de la gresca y el incordio permanente. Nada de paz para el arzobispo Cañizares: ¡más madera!, como gritaba Groucho Marx para aumentar el fuego de la caldera y que el tren fuera más rápido en Los hermanos Marx en el Oeste, una de sus películas más conocidas. Y me acordé de un amigo que se quejaba de su jefe igual de pequeño que el arzobispo Cañizares: no crece más porque le pesa la mala hostia. No hay manera de que nos deje tranquilos el jefe de la iglesia valenciana. Lo suyo -como digo- es la perpetua indignación y una manera incansable y agresiva de protestar contra todo aquello que suene a cambio en una sociedad cada vez más paradójicamente anclada en las viejas costumbres, en una cotidianeidad cada día más rancia y anacrónica, en una manera de vivir que llenan de miedo las noticias calculadamente asustadizas de los telediarios.

Desde hace tiempo vive Cañizares pendiente de esos posibles cambios y del infierno que nos espera si finalmente caemos en el abismo que abiertamente nos anuncian como las pomposas trompetas del apocalipsis. Famosa fue la operación de desagravio a la Virgen de los Desamparados en la que más ancho que largo afirmó que hay ideologías que “matan al hombre”. Se refería a la ideología de género y animaba a la subversión de la feligresía presente en la plaza de la catedral: “es preciso que reaccionéis, no podéis tener miedo”. Un crack, el pequeño Cañizares, crecido en su arenga castrense como si el tiempo se hubiera detenido en los años gloriosos de una iglesia mezclada como hermana siamesa con la dictadura franquista. Eso fue hace unos meses y ahora regresa el caballero andante de las esencias ultracatólicas para enfrentarse a los molinos de una nueva ley acordada por el gobierno de la Generalitat. Se trata de la Ley Integral del reconocimiento del derecho a la identidad y expresión de género y de su adaptación y normalización en los centros educativos de la Comunidad Valenciana. Y de nuevo el grito del arzobispo resuena como un trueno en la revista diocesana Paraula: “adoctrinar a los niños en ideología de género es una maldad”. Y otra vez agita la coctelera de su feligresía llamando a “actuar y no cruzarse de brazos”. La guerra santa del arzobispo Cañizares está en marcha. No se puede permitir que el ateísmo nos lleve a “la destrucción de la familia”. Y añade que esa ley “pretende imponer por la fuerza la colonización de las conciencias”. ¡Y el hombre se queda tan ancho! Nada menos que habla de la colonización de las conciencias. ¡Nada menos!

La iglesia vive precisamente de eso, de encerrar la conciencia en una habitación oscura donde sólo entra la luz de su propia supervivencia. El negocio de la eternidad. La distancia hipócrita entre lo que pasa en la tierra y el cielo que predica en sus discursos de salvación. Esa cruel engañifa que lleva siglos clavada en la conciencia de una gente que sigue pensando más en lo que le pasará después de la muerte que en la vida. Y más aún: hablamos de un negocio que disfruta de unos privilegios hoy en día verdaderamente inexplicables. Grita rabioso el arzobispo Cañizares y en ese grito salen a chorros nuestros dineros. Y eso es lo peor. Ya se apañará el arzobispo Cañizares con sus proclamas violentas, pero que esas proclamas no se paguen con mi dinero. Los tiempos de la dictadura y su iglesia cómplice han pasado, pero parece que ningún gobierno se ha dado cuenta. La iglesia de Cañizares aviva las llamas de la protesta ultra con la madera que el Estado le paga para que viva relajadamente una vida ancha y larga de millonario satisfecho. Los años de democracia han servido para que esa iglesia haya aumentado sus privilegios a costa del dinero público. La seguimos manteniendo nosotros. Y no hay manera de que ningún gobierno se atreva a cerrar de una vez por todas el grifo de esos privilegios. Ya sé que el gobierno de Rajoy no lo va a hacer, claro que no. Pero tampoco lo hicieron los sucesivos gobiernos de Felipe González, y Rodríguez Zapatero aumentó un 40% el dinero destinado a la iglesia.

Por eso grita a gusto el arzobispo Cañizares. No le cuesta un céntimo cada sílaba de sus arengas amenazadoras. La sale gratis su violenta llamada a la rebelión contra las leyes progresistas. Y eso es al fin y al cabo lo que más cabrea. Por una parte, dice cosas que a otra gente -con menos motivos- le ha costado detenciones inmediatas y hasta cárcel. Y por otra, hemos de aguantar que su rimbombante incitación a la violencia se pague con nuestro dinero. Si en esa incitación a la violencia se crece el señor arzobispo, lo único que digo es que se pague el tratamiento de estiramiento con su propio dinero. Eso sólo le digo. Eso.

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