Inteligencia
Hay motivos para dudar de si la inteligencia artificial está al servicio de la inteligencia humana o ha venido a reemplazarla. Lo pienso al observar que, cada vez más, delegamos en las máquinas y los artilugios nuestra capacidad de razonar, calcular y comunicarnos. En último extremo, estamos asistiendo a un punto de inflexión en el binomio conocimiento humano/tecnología. Un binomio que a veces se potencia o complementa y a veces, por el contrario, nos impulsa hacia la ignorancia, una patética ignorancia tecnológica con aureola de modernidad. Hemos abandonado las viejas formas de conocimiento: el de la abuela que observando ciertos rasgos del cielo era capaz de pronosticar la lluvia; el del médico cuyo ojo clínico le alertaba de la gravedad de una dolencia. Hoy confiamos todo a los pronósticos de la Agencia Estatal de Meteorología y los resultados de las exploraciones clínicas.
Hace tiempo leí un relato corto de un joven, que un día descubrió con entusiasmo la primera maquina y sus prodigios, el teclado, la magia de la inmediatez, y de una atrayente sociabilidad a distancia. Con el tiempo se acostumbró a las frases cortas, a las abreviaturas y a la gramática sin normas. Sin advertirlo, fue adaptando su lenguaje al de la máquina. Fue perdiendo la riqueza del lenguaje y su manera personal de hablarlo. Su pensamiento se fue haciendo cada vez mas esquemático y apocopado, mientras disfrutaba alucinado de aquella máquina de calcular, pensar, razonar. Apenas era consciente de que las máquinas le robaban el alma y las palabras, su propio lenguaje. Ni siquiera advirtió que había perdido la capacidad de crearse y de recrear el mundo. Se había rendido a la inteligencia artificial, como aventuraban aquellas ingenuas historias de Orwell y Huxley.
Cavilaba hoy sobre estas pequeñeces, y he tenido la certeza de que la tragedia que relata Fahrenheit 451, la famosa distopia de Ray Bradbury -esos incineradores de libros, esos hombres libro que memorizan las grandes obras de la literatura para evitar que caigan en el olvido-, esa distopia es hoy más irreal si cabe que cuando Bradbury la escribió. Hoy ya que no hace falta quemar los libros para sepultar el pasado y sembrar ignorancia. No hace falta censurar libros o prohibir la lectura. Hay formas más sutiles de dominación. Ahí están las redes sociales y los artilugios que impiden la concentración y la serena reflexión, fomentan la ignorancia, seducen con la inmediatez, expanden luces de colores y consiguen que nadie sea capaz de leer más allá de unos pocos caracteres. Todo es efímero y actual. ¿Hay estrategia más eficaz para sepultar el pasado? ¿Hay método más devastador para convertir la cultura clásica en un cómic o un parque turístico de atracciones? Con todo, tenemos que reconocer cuán sorprendente y divertida es la tecnología.
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