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Rato, el topo y el desmán

José Manuel Rambla

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Siempre me ha atraído el mundo animal; aunque, eso sí, más llevado por mi interés hacia la sociología que por amor a la zoología. Pues bien, en ese apasionante reino animal, el topo y su ceguera minera me ha parecido uno de sus habitantes más interesante. También uno de los seres vivos más intelectuales que existen, compitiendo sin complejos con la presuntuosa lechuza que los griegos clásicos tuvieron a bien transformar en el símbolo de Atenea, diosa de la sabiduría.

El topo, por ejemplo, se convirtió para Karl Marx en la metáfora de esa revolución que va horadando los cimientos del sistema, incluso en esos tiempos muertos en que aparentemente no pasa nada. La imagen tomaría cuerpo por estas latitudes en la veterana revista El Viejo Topo que tan sabiamente dirige Miguel Riera y que, de vez en cuando, tiene a bien acoger a este pobre escribiente cuando los fríos del ciberespacio le hacen añorar la calidez del papel y la tinta impresa.

El animalillo en cuestión pasó luego del ámbito del análisis social al de la introspección. Y lo hizo de la mano de Franz Kafka que en El maestro de pueblo (1914) convertirá el supuesto descubrimiento de un topo gigante en la obsesión de dos pobres hombres. Años más tarde, el escritor checo, ya al final de su vida, volverá a referirse en La construcción a un misterioso y amenazante ser, del que sólo podemos oír el arañar de sus garras bajo la tierra. Por su parte, John Le Carré convirtió al topo en un sinónimo de espía infiltrado de la Guerra Fría, mientras que en 1970 el chileno Alejandro Jodorowsky hizo de su película El Topo un peculiar western surrealista, psicodélico y alucinógeno.

En la España franquista, el término topo acabó aludiendo al perseguido político que, incapaz de superar el terror de la posguerra, decidió aguardar enterrado en su propia casa la muerte del dictador. Equiparación poco habitual pues la invisibilidad del animal bajo tierra no lo convierte en un ser frágil y amedrentado, sino que, por lo contrario, lo proyecta como una especie de encarnación maligna. Así ocurre en esos fascinantes bestiarios medievales donde el topo se presenta como una criatura diabólica que al alimentarse de tierra, materia con la que supuestamente estaría hecho el hombre, evocaría la perseverancia del Maligno para socavar la voluntad humana atrayéndola hacia el pecado. También la ciega voracidad del animalito, les hace aparecer como la personificación de la avaricia.

Estas particularidades resaltadas por los textos medievales, junto con las aportaciones novelescas de Le Carré, son las que han terminado convirtiendo al topo en una pieza clave de neoapocalipticismo en que vivimos. Al menos es lo que intenta transmitirnos el presidente del gobierno que últimamente no desaprovecha la menor oportunidad para mostrarnos su abochornamiento ante el saqueo generalizado. Porque Rajoy hace tiempo que se presenta como un personaje de Kafka, acorralado por topos ávidos de riqueza que sin poder él evitarlo se han ido infiltrando en los recónditos rincones del partido y la administración.

Topos como Bárcenas, como Ignacio González, como el Bigotes, como Ricardo Costa, como Angélica Such, como Jaume Matas. Una auténtica plaga de topillos que incluso asalta los campos colindantes, como los que según José Antonio Griñán habían infectado la Consejería de Empleo de la Junta de Andalucía para devorar los sabrosos terrones del ERE. Y por encima de todos Rodrigo Rato, el más kafkiano de todos, el espécimen gigante cuya red de galerías excavadas amenaza con provocar hoy el desplome generalizado con la misma determinación con que ayer llevó al abismo el sistema bancario español.

Mientras tanto, los Rajoy, Susana Díaz, Pedro Sánchez o Alberto Fabra, lejos de asumir el despropósito que se ha ido gestando, optan por travestirse en campesinos dolientes que ven malogradas sus cosechas víctimas de la conspiración del topo. Demasiada carga, sin duda, para tan pequeño mamífero de la familia de los tálpidos. La misma familia, por cierto, que ese diminuto ratón almizclero que hace su madriguera en el subsuelo pirenaico y al que también se le conoce por el nombre de desmán. Así pues, a lo mejor nos estamos equivocando a la hora de inventariar la taxonomía de la fauna política española y su desastre. Tal vez nos estamos obsesionando persiguiendo topos y topillos, cuando en realidad lo que sobran en este país son desmanes.

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