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'El año del descubrimiento': memoria fílmica de una lucha obrera ocultada por los fastos olímpicos y la Expo de Sevilla

El año del descubrimiento

Ignasi Franch

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Los sesgos ideológicos perdurables llegan a generar algunas cegueras y desmemorias de intensidad sorprendente. El nuevo largometraje del realizador Luis López Carrasco, El año del descubrimiento, trata de una Murcia de los años noventa recorrida por la conflictividad laboral y sindical (la desindustrialización dejaba atrás a muchos trabajadores). Una Murcia luchadora que quedó enmascarada, y finalmente sepultada, por el neodesarrollismo basado en grandes acontecimientos (y sus consiguientes ramificaciones urbanísticas) ejemplificado en los Juegos Olímpicos de Barcelona y la Exposición Universal de Sevilla.

Aunque el filme de López Carrasco es un extenso fresco fílmico, de doscientos minutos de duración y que incluye decenas de voces, hay una imagen central del proyecto: la quema de la Asamblea Regional de Murcia, ubicada en Cartagena, durante una protesta obrera que incluyó el lanzamiento de cócteles molotov. El cineasta se muestra chocado por el olvido a gran escala de ese suceso en la misma capital de su comunidad autónoma. Y su película es una respuesta que, a la vez, tiende puentes intergeneracionales con la crisis, o las crisis, de la actualidad.

Memoria histórica y memoria del presente

El realizador cofundó años atrás el colectivo fílmico Los Hijos, dentro del cual firmó el largometraje Los materiales. Sus intereses, cercanos a una cierta vanguardia cinematográfica, se fueron reorientando a raíz de la ramificaciones del crack financiero de 2008. En un momento en que el autor estaba en esa edad en la que hubiese debido comenzar a llegar la consolidación profesional se enfrentó al abismo del no future neoliberal. A la insistencia machacona de esos lemas desoladores que afirmaban que viviría peor que sus padres y que sus hijos, en caso de tenerlos, vivirían todavía peor.

Su película posterior a este shock social y vital, el largometraje El futuro, trasladaba a la audiencia a un guateque organizado tras la primera victoria electoral de Felipe González. Las conversaciones que se filmaron quedan insistentemente silenciadas por las canciones de la época que suenan en la fiesta. El público forcejeaba con la banda sonora, a menudo en vano, para entender qué decían los personajes, o cuerpos, de esa no-narración. La metáfora parece clara: algunos aspectos del pasado han centrado la memoria colectiva y hay toda una realidad por (re)descubrir detrás de la movida madrileña y de esas juergas hedonistas que parecieron desplazar las movilizaciones y conflictividades políticas de la primera Transición.

El año del descubrimiento es, en estos aspectos, una propuesta más convencional, aunque ensaye recursos como la pantalla partida. Es un documental presidido por unas voces claras que no ensordecen. Los testimonios directos de la lucha sindical contra la desindustrialización conviven con los jóvenes y menos jóvenes, muy politizados o no tanto, que hablan de las crisis de la actualidad. El punto de encuentro intergeneracional es un bar de barrio en el que se convocaron tanto referentes sindicales locales del pasado murciano como vecinos de la zona.

Originalmente, el filme iba a incorporar escenificaciones de hechos reales acontecidos en 1992. El resultado final descarta esa opción, más propia de las experimentaciones teatralizantes de un clásico del documental político y no tan político como Joaquim Jordà, autor de un documental sobre la colectivización de industrias como Numax presenta. López Carrasco y compañía han acabado optando por un retrato sobrio donde los mismos protagonistas de las movilizaciones previas explican su verdad. A pesar de todo, entre el documentalismo estricto, hay espacios para pequeños juegos anacrónicos que estimulan una cierta confusión: a veces, la audiencia puede no tener claro si se le muestran imágenes de la actualidad o de los años noventa. Algunas opciones de vestuario intentan potenciar esa ambigüedad.

El recurso, de nuevo, tiene sentido conceptual: la mezcla de nuestra crisis y de la sufrida en la España de mediados de los noventa puede facilitar que unas generaciones hagan suyas las experiencias de las otras. Y puede servir para recordarnos, quizá, que la vida de las personas trabajadoras está recorridas por crisis periódicas que marcan épocas. Que esas crisis recurrentes impactan en las cotidianidades de la gente. Y que lo siguen haciendo mucho tiempo después de que los indicadores macroeconómicos de uso más común, como el Producto Interior Bruto, vuelvan a estar en números verdes. Hasta el punto de que la historia de la clase trabajadora acaba pareciendo una sucesión de socavones económicos que se solapan.

El año del descubrimiento parece nacida para ganar un espacio relevante en la tradición del cine político estatal. Puede recordar a obras de Pere Portabella como Informe general o, sobre todo, El sopar, con la que comparte una naturaleza más anónima de sus testimonios activistas (en la mencionada Informe general comparecían primeras espadas de la política nacional) y la idea de reunirlos en un escenario informal. López Carrasco conmemora desencantos e ilusiones quebradas de varias generaciones (el recuerdo del filme de Jaime Chávarri, El desencanto, también puede aflorar, con muchos matices), pero conmemora una supuesta y extraña victoria: muchos observadores interpretaron que la quema de un parlamento salvó puestos de trabajo en la Empresa Nacional Bazán de Construcciones Navales.

Con su propuesta, el realizador murciano se sitúa en un lugar muy peculiar, a una cierta distancia de la genealogía de la interminable debacle izquierdista ensayada por Jean-Gabriel Périot en Nuestras derrotas, y también fuera de la retórica triunfalista sobre victorias inminentes que caracterizó a la nueva izquierda parlamentaria que emanó del 15-M. En El año del descubrimiento, como dice el tópico futbolístico, a veces se gana y a veces se pierde. En todo caso, queda claro que la única manera de ganar es seguir luchando. Y hacerlo, seguramente, con algunos de esos instrumentos (como los sindicatos) que los consensos neoliberales han insistido en caracterizar como obsoletos.

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