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El Big Bang de la era digital

El hijo de MANIAC en IBM

Marta Peirano

El protagonista de La catedral de Turing es un monstruo bicéfalo llamado MANIAC que, según el historiador tecnológico George Dyson, es el origen del universo digital. Bajo el forzado acrónimo hay muchos genios: el matemático Alan Turing, el ingeniero Julian Bigelow, el biólogo Nils Barricelli y el Steve Jobs de su época, Johnny von Neumann. El húngaro recogió las sobras del proyecto Manhattan y los convenció para seguir trabajando en el Centro de Estudios Avanzados de Princeton. También convenció a las autoridades de invertir cinco años y un millón de dólares en el proyecto a pesar de haber acabado la guerra. Su objetivo era la simulación numérica de una reacción en cadena para predecir los efectos de una explosión termonuclear. El universo digital es el gemelo bueno de la bomba de hidrógeno. 

MANIAC se construyó en 1951 y no fue el primer ordenador de la historia, ni el segundo. El Eniac había sido construido en 1946, con el propósito inicial de calcular trayectorias de misiles pero no tenía programa de almacenamiento. Su programación consistía en conectar unos módulos de cálculo con otros mediante una maraña de miles de cables que requerían largos diagramas pintados a mano, que hacía la vez de “programas”. La criatura pesaba casi 27 toneladas y ocupaba 167 metros cuadrados, pero sólo era capaz de hacer 5.000 y 300 multiplicaciones por segundo. Para correr un programa hacían falta semanas y a menudo no salía bien. Este frustrante proceso se describe con una mezcla de horror y nostalgia en el merecidamente famoso En el principio fue la línea de comandos, de Neal Stephenson, al que Dyson también homenajea.

Von Neumann había trabajado en la Escuela de Ingeniería de Filadelfia donde nació el ENIAC. Como explica el prefacio, MANIAC es el primero que hace uso de una matriz de almacenamiento de acceso aleatorio de alta velocidad, el truco mágico que convertía los números en instrucciones, bloques de texto capaces de “hacer” cosas. La idea ya estaba en la famosa Máquina Universal de Turing, que tenía un almacenamiento infinito y contenía tanto las instrucciones como los datos, pero no había sido implementada hasta entonces. Este es el momento que Dyson considera el Big Bang de la era digital.

Un Camelot de genios científicos

En la fascinante cadena de acontecimientos que caracteriza la historia de la tecnología, Enrico Fermi, Nicholas Metropolis y el matemático polaco Stanislaw Ulam consiguen usan la ecuación de Schrödinger para estimar la captura de neutrones a nivel nuclear. Klári von Neumann -esposa de von Neumann- usa la solución para producir modelos de comportamiento de neutrones en una fisión nuclear, y el biólogo Nils Barricelli para producir un mundo de “organismos digitales”. Bigelow descarta la arquitectura convencional y construye una máquina que mide el tiempo en secuencias, en lugar de seguir el reloj, desvinculándose del mundo analógico. Por eso -aventura Dyson- el progreso digital va mucho más deprisa que el analógico. “A día de hoy, cinco o seis billones de transistores se unen cada segundo al universo digital, y se conectan unos a otros”.

El otro protagonista de La Catedral de Turing es el Centro de Estudios Avanzados de Princeton, un laboratorio cuya historia es tan fascinante como la de Los Álamos o Cupertino, aunque mucho menos conocida. Dyson se la sabe bien porque su padre, el notable físico y matemático Freeman Dyson, trabajaba allí. Julian Bigelow, el jefe de Ingenieros, tiene un lugar especial en su corazoncito: “Guardaba los sobrantes de los equipos electrónicos en un establo y allí crecí yo, destripándolo todo”.

Un dato curioso: Von Neumann - que era un expatriado húngaro- convenció a la Universidad para que todo el desarrollo del proyecto entrara inmediatamente en el dominio público, en lugar de ser patentado por los ingenieros, para beneficio de la comunidad científica. Lamentablemente, su contrato posterior con IBM -como consultor- requería que todas sus invenciones posteriores se quedaran en la compañía. Pero su arquitectura permanece. “Lo último que Bigelow o von Neumann habrían imaginado -concluye Dyson- es que los tubos catódicos desaparecerían, pero su arquitectura digital permanecería más o menos idéntica a la de 1946”. Este es el primer libro suyo que se traduce al castellano. Ojalá no sea el último. 

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