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Las obsesiones de Carlos Ruiz Zafón se esconden en su última novela

Carlos Ruiz Zafón. Foto: Txema Salvans.

Francesc Miró

“Una historia no tiene principio ni fin, tan solo puertas de entrada”, reza el prólogo de El laberinto de los espíritus. Pero no el de la novela publicada por Planeta que espera arrasar las librerías. Estas palabras salen de otro libro, uno escrito por un tal Julián Carax.

Los avezados en el imaginario del autor barcelonés saben que este nombre corresponde a un personaje que sobrevuela toda la saga de El cementerio de los libros olvidados. Una aventura que se inició en mayo de 2001 con La sombra del viento y continuó con El juego del ángel y El prisionero del cielo. Hoy estas novelas reposan en las estanterías de media España. No en vano, Carlos Ruiz Zafón está considerado el escritor más vendido en lengua española después de Cervantes. 

Aunque el título puede que le venga grande, y que “más vendido” no signifique necesariamente “más leído”, lo cierto es que el estilo alambicado pero directo de Carlos Ruiz Zafón ha conectado con muchos lectores. Tal vez sea el profundo amor que demuestra su prosa por la literatura lo que le convierte en una figura tan imponente en las letras actuales de nuestro país. Sea como fuere, los fenómenos no surgen de la nada. Y resulta que su último libro es también la explicación de ese fenómeno: en él se encierran muchas de las claves del autor.

El príncipe de la niebla de Barcelona

El laberinto de los espíritus arranca donde lo dejó El prisionero del cielo, publicado en 2011. Su historia, durante unas pocas páginas, sigue con los personajes que muchos lectores españoles han aprendido a querer: Daniel Sempere, Fermín Romero de Torres y Beatriz Aguilar. Pero pronto un nuevo personaje toma el control de la trama. Su nombre es Alicia Gris y con ella viene la que es la novela más extensa y compleja de cuantas ha escrito su autor.

Carlos Ruiz Zafón ha defendido que las cuatro novelas que componen El cementerio de los libros olvidados se pueden leer en el orden que se quiera, pero esto parece deberse más a una estrategia de ventas a largo plazo que una cuestión de lectura lógica. Su universo literario ha abierto muchos caminos que llevan hasta aquí y por eso es difícil imaginar que se pueda entender la multitud de los hilos, tramas y subtramas que pueblan esta novela sin haber leído ninguna de las anteriores.

Todo lo que ha escrito el barcelonés le ha llevado hasta este buque de 925 páginas que mezcla los tiempos y personajes de las anteriores aventuras de la saga en una historia hilvanada con habilidad. Pero ahí no queda el asunto: esta novela es también la suma de muchos de los tics, manías, hallazgos y aciertos.

Por ejemplo, es conocida la afición del barcelonés por los dragones, pero no lo es tanto su pasión por los autómatas, muñecos decimonónicos con ecos de steampunk y maniquíes perturbadores.

En Marina, novela juvenil que Zafón firmó antes de ser un autor superventas pero que prefigura ya muchos ejes de El cementerio de los libros olvidados, esta particular filia se volcaba en un personaje llamado Mijail Kolvenik. Ahora, un eco de aquella sobrevuela El laberinto de los espíritus a través del perfil de varios secundarios. Entre ellos una niña llamada Mercedes que vive rodeada de muñecas que cree que son sus amigas.

Las novelas dentro de la novela son otra de las especialidades del autor. En esta, tras el éxito que se ha granjeado, se permite hacer guiños a su literatura. Como en los anteriores episodios de esta aventura un misterioso libro arranca la trama. Una novela que lleva por nombre Ariadna y el Príncipe Escarlata y que narra la historia de una joven perdida en una Barcelona de pesadilla dominada por un príncipe oscuro. Parece baladí pero se trata de una historia similar a la de El príncipe de la niebla, la novela juvenil con la que Zafón empezó su carrera en 1993. En aquella, un joven llamado Max llega a un pueblo en el que otro oscuro príncipe tiene aterrorizado al muchacho.

De hecho, aquella historia, como luego haría en Luces de septiembre publicada en 1995, se desarrollaba en una pequeña villa costera. Más de veinte años después, un pequeño pueblo exactamente igual jugará un papel redentor para algunos de los personajes de El laberinto de los espíritus.

A medida que las páginas del nuevo libro se despliegan ante nosotros, vemos la simbología particular que Zafón ha ido creando y en la que ahora, desde una posición privilegiada, se recrea. “Me acusan de repetirme. Es un mal que afecta a todos los novelistas”, dice él en su libro. Zafón se mira en el espejo de sus manías y lo que ve es la novela que escribe.

De escritores malditos y némesis modélicos

De la misma manera que los ecos estéticos labrados en aquellas novelas juveniles se encuentran encapsulados en El laberinto de los espíritus, su argumento repite mantras que siguen sin perder fuerza. Como en toda la saga, aquí también tenemos a un escritor maldito y a un villano despiadado que insuflan épica al relato.

En La sombra del viento, había un escritor maldito que se llamaba Julián Carax. Siete años después, en El juego del ángel, era David Martín. Ahora se llama Víctor Mataix. Poco importan los nombres porque la figura argumental es la misma y, no se sorprendan, funciona.

A este tipo de personajes les toca siempre un partenaire que les hace de antagonista turbio y perturbado. Al principio era Lain Coubert, luego le tocó a Andreas Corelli y suma y sigue. Tampoco faltan las figuras de las fuerzas del orden público franquista, villanos absolutos y despreciables como Javier Fumero que vuelven aquí con otros nombres. Ahora se llama Hendaya, pero ejerce implacablemente de cabrón de la función.

“La virtud del vicio está infravalorada”, escribe para el lector aunque parece decírselo a sí mismo. Es presa del vicio de repetir esquemas argumentales, clichés románticos y psicologías. Pero lo sabe, y de eso hace virtud, jugando con un tercer acto que reformula absolutamente toda la saga. Metaliteratura en tiempos del mainstream.

Un reflejo de la época y de sus manías

La Barcelona de los años 50 es el gran escenario donde se han representado las aventuras de El cementerio de los libros olvidados. El Raval, el castillo de Montjuic, la Barceloneta... lugares que el escritor conoce como la palma de su mano y que describe con una maestría no ausente de manierismo.

Pero a modo de despedida, en El laberinto de los espíritus encontramos guiños no solo a la ciudad, sino también a las gentes que la han retratado como a él le gusta verla. Francesc Català-Roca, fotógrafo imprescindible de la España de los cincuenta, ya no estará presente únicamente en las portadas de sus libros, ahora también se convierte en un breve personaje de la novela.

Lo mismo pasará con Sergio Vila-Sanjuán, periodista de La Vanguardia y autor de Código best seller, Código best seller, ensayo en el que desgrana los puntos clave y elementos comunes de los superventas literarios. El catalán se convierte en El laberinto de los espíritus en el viejo Sergio Vilajuana, personaje fundamental en una de las subtramas. Zafón ya se puede permitir transmutar a sus ídolos en marionetas, felices de ser parte de su Grand Guignol.

“Una historia no tiene principio ni fin, tan solo puertas de entrada. Una historia es un laberinto infinito de palabras, imágenes y espíritus conjurados para desvelarnos la verdad invisible sobre nosotros mismos. Una historia es, en definitiva, una conversación entre quien la narra y quien la escucha”, nos dice Carax desde las páginas de un libro ficticio homónimo al que acaba de publicar Zafón.

Sus páginas, no obstante, no son exactamente un diálogo con el lector. Son más bien un monólogo interior extenso sobre lo que significa para su autor la literatura, las palabras, los libros. Sobre la suerte que ha tenido encontrando a los personajes que protagonizan sus novelas y lo que les debe, que es mucho. Pero también lo que nos debe a nosotros, lectores, a quienes no se cansa de seducir.

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