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Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos

Aplausos a los sanitarios que luchan contra la pandemia COVID-19.

Mónica Oltra

Vicepresidenta de la Generalitat Valenciana —

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Parece que cada cierto tiempo la humanidad necesita una bofetada de realidad. Una sacudida que nos haga conscientes de nuestra vulnerabilidad. Nosotros, que vivíamos en un mundo en que pensábamos que con nuestros avances, ciencia, globalización y tecnología teníamos el control sobre nosotros, sobre la naturaleza y casi sobre el universo. Nosotros, que estábamos convencidos de que el antropocentrismo renacentista se había completado definitivamente. Poco importaba que se nos hablara del cambio climático, del colapso ecológico, de la sexta extinción masiva … éramos invencibles. Y ahora que un ser al límite de la vida nos ha puesto la vida al límite transitamos entre la estupefacción y la negación, entre el miedo y la ira, buscando culpables tangibles a los que podamos interpelar, porque asumir que vivimos en tiempos de incertidumbre en los que tenemos muchas preguntas y muy pocas respuestas, nos resulta demasiado doloroso, inasumible. Y sin embargo en asumir nuestra vulnerabilidad, nuestros efímeros pasos, está la clave para vencer o al menos para no ser derrotados.

Observo a mis hijos en estos días y veo cómo han cambiado. Han madurado de golpe. Se han preocupado y se han ocupado de la gravedad de la situación. Miro y veo cómo la despreocupación de la infancia ha dado paso a una madurez prematura. Prematura en nuestra sociedad, claro, porque en muchos países la infancia se les lleva robando a los niños y, especialmente a las niñas, desde siempre. Todavía no he podido desentrañar qué sentimientos me produce este cambio en ellos. Lo que sí intuyo es que probablemente su generación se parecerá más a la generación de nuestros abuelos que a la que les ha precedido, salvando las distancias de un siglo y todo lo que implica ser nativos digitales. Sin embargo pienso que en todo aquello que nos define como humanos serán muy diferentes a la generación de final de siglo. Sabrán discernir lo que es esencial de lo que es accesorio. Tendrán más consciencia de su fragilidad, sobre todo cuando nos tomamos de uno en uno. Sabrán que somos más fuertes cuando nos reconocemos en la colectividad, probablemente por eso no se pierden la salida diaria al balcón de las ocho de la tarde aunque yo todavía no haya llegado a casa para recordárselo. Sabrán reconocer lo prescindible y prescindirán de ello. No creo que lleven gafas de pasta sin cristales. Sabrán reconocer lo imprescindible y lo defenderán con uñas y dientes. Creo que nada humano les será ajeno. Mirándolos, analizándolos, veo las únicas certezas que se salvan en estos días.

Estos días pesados y grises. Grises en sentido figurado y literal, porque no recuerdo tantos días seguidos sin sol en primavera, como si la naturaleza después de confinarnos se hubiera apiadado un poco de nosotros. Certezas cuyo comienzo es la duda y precisamente eso las convierte en más ciertas. Y es que si algo se ha demostrado cierto en estas semanas es la importancia de lo colectivo, del nosotros por encima del yo. Muchas lecciones nos ha dado esta maldita pandemia. Nos ha enseñado la importancia de un sistema sanitario público universal que no excluya a nadie porque los virus no conocen de fronteras ni de clases sociales. Hemos entendido la importancia de un sistema público de servicios sociales, también sus carencias y la necesidad de que se le considere y dote de la potencia del sistema sanitario o educativo. Hemos aprendido que es imprescindible un sistema educativo público que además de formar, palie las desigualdades económicas de origen venciendo la brecha digital y económica en este confinamiento. Hasta los más pequeños se han dado cuenta de lo importante que es tener derecho a ir a la escuela, ese del que muchas niñas y niños son privados.

De repente, se ha hecho visible lo que no queríamos ver y esos trabajos menospreciados que ni siquiera cuentan para el cálculo del PIB, Criar, Cuidar y Curar, cuando vienen mal dadas son los únicos de los que no podemos prescindir. Y ahora va y resulta que además de sostener la vida sostienen la economía, dado que constituyen el grueso de trabajos que se han decretado como esenciales. Y por cierto también vemos cómo en este sector económico de las tres “c”, salvo la producción y distribución de alimentos, la gran mayoría de trabajos, remunerados o no, los realizan mujeres. Paralelamente vemos cómo los mentores del dogma neoliberal, del capitalismo caníbal, muchos de ellos arquitectos de la economía especulativa y responsables de la brecha de desigualdad que se abre como un abismo entre nosotros, ahora claman por rescates públicos. Los adalides de lo privado y la reducción del Estado gimiendo para que lo público les salvaguarde los privilegios. Algunos a cambio se atreven a proclamar alguna consigna que satisfaga a aquellos llamados a rescatarlos a modo de “hará falta ayudas para las personas que sufran esta crisis”. Eso sí, tendrán que ser temporales. Que las ayudas eternas ya nos las quedamos los de siempre. Demasiado se está pareciendo esto a lo que nos hicieron en 2008.

A la angustia que nos provoca la emergencia sanitaria se une indisolublemente la angustia sobre un futuro tan incierto como temido. ¿Volveremos alguna vez a ser las mismas personas?, nos preguntamos. ¿Volveremos a reconocer y reconocernos en este nuevo mundo que vendrá? ¿Cómo venceremos la crisis económica y social que ya llama a la puerta? Creo, sinceramente, que volveremos a desterrar la maldición de Casandra, porque si algo tiene el ser humano es esa inmensa capacidad para olvidarse de su mortalidad. Volveremos a acercarnos, tocarnos, besarnos. Volveremos a defender la alegría como una trinchera. No tengo ninguna duda. Pero una de las lecciones del coronavirus que no deberíamos olvidar es que mucho ha de cambiar nuestra manera de entender y organizar nuestro mundo.

La salida de esta crisis global no debe, de nuevo, pesar sobre las espaldas de los de siempre. La salida no puede ser la de la crisis de 2008 que más que salida fue una trampa. Trampa que, por cierto, nos ha hecho más vulnerables frente a la pandemia porque las consecuencias de los recortes y las políticas de debilitación de lo público, de lo colectivo, las estamos padeciendo ahora. La salida de hoy es replantear por completo un sistema económico que además de injusto y cruel con las personas más débiles, además de menospreciar lo esencial, es decir, la vida misma, además de generar tanta desigualdad y sufrimiento a la mayoría como beneficios groseros e innecesarios para unos pocos, muy pocos, además de todo esto se ha demostrado inútilmente frágil. Tanto que ha quedado claro que sólo a aquellas personas a las que castiga son las imprescindibles. Asumamos y defendamos, pues, esta certeza, esta necesidad de cambio profundo, este grito que nadie pueda silenciar. Porque nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos.

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