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Viaje a la cuna del khat, la droga blanda del Cuerno de África

Dos trabajadores en una plantación de khat

Sara Cantos

Harar (Etiopía) —

“Aquí la consumimos todos, es normal”. Yirgalem tiene 23 años, es estudiante y vive en Harar, cuarta ciudad santa del Islam enclavada entre montañas en la cristiana y ortodoxa Etiopía. Por las mañanas cuida una plantación de khat. Por la tarde va a clase. Su padre, como él y sus hermanos, consume khat y su madre lo vende en el mercado.

La de Yirgalem es una familia estándar en Harar, la meca mundial del khat. Aquí la vida diaria discurre en torno a esa planta, que marca el ritmo de lo cotidiano y sostiene la economía de la zona. Dos tercios de la población la consume “desde los 15 años o quizás antes”, apunta el joven. En el campo, las aceras, el mercado, las cafeterías o en la medina amurallada, Patrimonio de la Humanidad, que envuelve la ciudad de las cien mezquitas. En cualquier sitio se vende y se mastica khat.

El khat es un arbusto que crece en las alturas en el este de África. Sus hojas frescas –pequeñas y de color verde rosáceo– contienen una sustancia nitrogenada llamada catinona que, al masticarlas, produce un efecto estimulante similar a las anfetaminas, pero menos fuerte.

En la Unión Europea, el khat está considerado un estupefaciente ilegal y el Observatorio Europeo de las Drogas y las Toxicomanías avisó a principios de esta década de un aumento de su consumo y comercio en países de la UE. En España, la primera vez que las autoridades se incautaron de una cantidad de khat fue en 2008. Desde entonces, el debate sobre su penetración y repercusión en la salud está sobre la mesa de muchas instituciones europeas y en el punto de mira del control policial.

En Reino Unido, donde el khat estaba más presente, se considera una droga de clase C (la menos grave) y es ilegal desde 2014. En España, solo se puede adquirir legalmente en farmacias, es decir, a través de productos farmacéuticos que tengan el compuesto de la planta y solo está permitida su tenencia como uso ornamental.

Para Yirgalem, en cuyo país mascar khat es una costumbre ancestral que trasciende barreras sociales, políticas y de clase, hablar del consumo de esta planta como un problema roza el surrealismo. “Aquí es tan normal masticar khat como beber café”, dice sonriente en una conversación con eldiario.es. O como tomarse una cerveza en España. Está en todos los sitios.

Una fuente de ingresos vital en la zona

La plantación de Yirgalem está a cinco kilómetros del pueblo. Se saca 30 birr al día, poco más de un euro. Los arbustos miden unos dos metros y se extienden por la montaña. Producen varias cosechas al año y la lluvia es su gran aliada y factor decisivo para determinar su precio. “A más lluvia, más fresca es la hoja y más cara se vende”, comenta. En verano es muy barato, “el kilo puede costar en el mercado hararí unos 500 birr (20 euros) pero en otras épocas alcanza los 7.000 birr (240 euros)”.

En Occidente, el precio se puede multiplicar por diez, aunque está sujeto a una notable fluctuación. “Se exporta mucho”, afirma mientras camina rápido por la siembra. Los productores de khat en Etiopía han disfrutado de una gran expansión hacia otros mercados internacionales y se habla de que el 15% de los ingresos por exportación procede del khat, que recorta distancia con el café “porque es más rentable y da dinero todo el año”.

Representa una fuente de ingresos vital para los agricultores y muchas familias porque al cuidado de las plantaciones se suma la recolección, distribución en el mercado local y exportación a otros países. En definitiva, da “trabajo para mucha gente”.

Masticar khat, una costumbre cotidiana

Varios trabajadores saludan, charlan y sonríen mostrando las comisuras coloreadas de verde entre los arbustos. No son ni las 11 de la mañana. El khat no entiende de horarios. Se consume masticando los brotes tiernos, que se pueden acumular en un lado de la boca o simplemente tragar con agua. Por eso hay mucha gente sentada en aceras y mercados recostada con su bolsita de khat y una botella de agua.

Dos braceros se encuentran en esta posición en un cuartucho para el acopio de la planta. Están tumbados sobre un lecho de hojas, con una gran bolsa llena de khat y una botella. Sus gestos y su conversación transcurren a cámara lenta. “Ellos mastican mucho más de lo habitual en cualquier persona”, justifica Yirgalem. Las dentaduras verdosas y los párpados relajados ilustran la advertencia de la Organización Mundial de la Salud: “Es una droga susceptible de generar una dependencia psicológica entre ligera y moderada, a veces adicción”.

Saliendo de la plantación hay caminos y veredas y algunas casas de agricultores. En una de ellas se ve gente. Hay dos jóvenes en una habitación, tumbados con libros, tomando khat. Están estudiando. “El khat ayuda a la concentración”, explica Yirgalem, y añade que le ayuda a estar más despierto.

En Harar, empinada a 1.800 metros de altitud, la cosecha es buena porque se dan las condiciones climatológicas adecuadas. Las callejuelas de su medina son un hervidero de gente vendiendo khat. Los autobuses circulan atestados de pasajeros –la mayoría mujeres– cargados con fardos de khat envueltos en hojas de plátano para conservarlo fresco más tiempo. Lo llevan para su venta a las poblaciones vecinas o a los pueblos fronterizos con Somalia.

“Se exporta a muchos sitios de África, pero también a Estados Unidos y Europa”, señala el joven. Más de 20 millones de personas lo consumen en el mundo.

Una bolsita pequeña vale 50 birr, no llega a dos euros. El sabor es ligeramente amargo pero no desagradable. Al contacto con el paladar es suave. Lo más llamativo es la gran sequedad que produce en la boca. La costumbre de la botella de agua cobra sentido. Siguiendo el ritual, las prisas se quedan aparcadas fuera del bar donde tiene lugar el último encuentro.

Khat para matar el hambre

Dentro hay seis hombres, dos mujeres y el camarero. Kadra, de 30 años, y su amiga toman khat habitualmente. Y cerveza. Llama la atención porque no se ven muchas mujeres consumiéndolo en público. Tras unas dos horas de charla con unos y otros, la sensación es encasillable entre la placidez y el júbilo.

Aparte de sus efectos sobre el estado de ánimo, también aumenta la libido y quita el apetito. En países donde el khat forma parte de la vida diaria, como en Etiopía, Yemen o Somalia, y están azotados por el hambre, se ha detectado un incremento del consumo del khat para matar el hambre y una iniciación en su consumo más temprana.

Algunas voces están alertando sobre esta peligrosa práctica que se queda en anécdota en medio de un país en guerra. Esto es posible porque esta droga de las montañas es barata, legal, fácil de comprar y está socialmente bien vista. En este escenario y con estas reglas se mueve en Etiopía el mercado del khat, el oro verde del Cuerno de África y opio del pueblo.

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