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“El uso del miedo para hacer política no es de izquierdas ni de derechas, es tan sólo retorcido y canalla”

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«Generalmente son de baja estatura y de piel oscura. No les gusta el agua, muchos de ellos huelen mal porque llevan la misma ropa durante semanas. Se construyen chabolas de madera y aluminio en las periferias de las ciudades en las que viven, cerca los unos de los otros. Cuando consiguen aproximarse al centro alquilan apartamentos ruinosos a precios muy altos. Normalmente se presentan de dos en dos y buscan una habitación con derecho a cocina. En pocos días pasan a ser cuatro, luego seis, diez.

Entre ellos hablan lenguas incomprensibles, probablemente antiguos dialectos. Muchas veces utilizan a los niños para pedir limosna, pero a menudo, delante de las iglesias, mujeres vestidas de oscuro y hombres casi siempre ancianos inspiran lástima, en tonos quejumbrosos o petulantes. Tienen muchos hijos, que a duras penas pueden mantener, y están muy unidos entre sí.

Se dice que se dedican a pequeños hurtos y que son violentos si encuentran resistencia. Nuestras mujeres los evitan no sólo porque son poco atractivos y rudos sino porque se ha extendido el rumor de que acechan a las mujeres en las calles periféricas para asaltarlas y violarlas cuando vuelven del trabajo.

Nuestros gobernantes han abierto demasiado las fronteras, pero sobre todo no han sabido seleccionar entre los que vienen a nuestro país a trabajar y los que vienen a vivir del cuento o, incluso, de actividades criminales».

No, Dragan, no hablan de vosotros, ni de los rumanos, ni siquiera de los albaneses. Son palabras sacadas de un informe de la Inspección de inmigración del Congreso americano. Es de octubre de 1912 y habla de los italianos. El informe continua así:

«Propongo que se privilegie a vénetos y lombardos, les cuesta comprender las cosas y son unos ignorantes, pero están más dispuestos a trabajar que otros. Se adaptan, con tal de que las familias permanezcan unidas, a viviendas que los americanos rechazan, y no cuestionan el salario. El resto, aquellos a los que se hace referencia en buena parte de este primer informe, proviene del Sur de Italia. Os invito a controlar los documentos de procedencia y repatriar al mayor número posible. Nuestra seguridad debe ser lo primordial».

Antes éramos nosotros los que molestábamos, ahora sois vosotros los que fastidiáis y, según nos dicen, dais miedo. El fastidio es una cosa, el miedo, otra. El fastidio se puede soportar, se puede gruñir, gritar, quejarse, pero se sigue adelante. Nos acostumbramos, Dragan, los seres humanos se acostumbran a todo, si quieren. Al miedo no. Éste se mete en el estómago, te estrangula, no lo controlas, te vuelve malo. He aquí lo que nos han hecho, nos han inculcado el miedo. Un miedo que no sabemos de dónde viene, y eso nos asusta todavía más. Hace tiempo eran los enemigos, los tiranos, los que daban miedo, pero eran amenazas visibles, se conocía su rostro, su nombre. Ahora esos nombres y esos rostros se han sustituido por categorías informes: los inmigrantes, los extracomunitarios, los extranjeros. El miedo ya no tiene un responsable, es confuso, igual que lo son las respuestas.

Dicen que lo hacen por tu bien, Dragan, para evitar que se aprovechen de ti, pero en realidad son ellos los que sacan provecho. Para generar miedo, para convencernos de que los necesitamos, a ellos y a sus métodos. El miedo es un negocio, un negocio político para el que sabe vender un antídoto hecho a base de palabras vacías, frases genéricas, medidas impracticables. Hay un mercado del miedo.

Antes erais feos y sucios, ahora también sois malvados. El miedo se ha mediatizado, amplificado, vuelto intangible, para vendernos esa mercancía política y mediática a la que llaman seguridad. Porque cuando la gente tiene miedo se la controla mejor, se le puede imponer cualquier cosa en nombre de la seguridad. Poco importa si las causas son complejas, siempre se pueden proponer soluciones fáciles y falsas. Eslóganes.

Así podemos dormir tranquilos. Ahora sabemos que lo que amenaza nuestra existencia no es la precariedad laboral, ni la banca que incentiva la compra de acciones de empresas en quiebra, ni siquiera las multinacionales que hacen cárteles para alzar los precios, ni las guerras que alimentamos por el mundo. Quien nos promete la seguridad no nos dice que el miedo, el malestar, nacen de un capitalismo salvaje, de la falta de reglas, de una actividad financiera feroz. No lo dicen y no queremos verlo. La verdadera amenaza son los limpiacristales, los vagabundos y las prostitutas, ellos son los verdaderos «criminales»: los extranjeros.

«La seguridad no es de izquierdas ni de derechas», repiten una y otra vez todos los políticos, indistintamente. Quizá, pero las soluciones sí. El uso del miedo para hacer política no es de izquierdas ni de derechas, es tan sólo retorcido y canalla. Incluso la izquierda ha abdicado en su vocación de defender a los más débiles, a los más pobres, y ha hecho suya esa vaga y abstracta noción tomada del vocabulario de la derecha: seguridad. De este modo, hoy en día, la política de la seguridad le ha quitado el sitio a las políticas sociales.

«Tenemos derecho a vivir seguros en nuestra propia casa», vocean muchos. La única cosa de la que estamos seguros a día de hoy es de que Nicola y Abdul fueron asesinados. Otros apaleados, insultados, maltratados.

¿Cuántos son los muertos en carretera por exceso de velocidad? Ninguno de ellos a manos de un limpiacristales. Nunca he oído hablar de reducir la velocidad de los coches. Hay muertos por cáncer de pulmón, pero vendemos tabaco. Se muere de alcoholismo, pero nadie impide la venta de bebidas alcohólicas. ¿Existe una organización criminal? Es justo combatirla: combatámosla. Hay limpiacristales agresivos: persigámoslos. Los delincuentes, sin importar su procedencia, son castigados según el Código Penal. No se necesitan leyes especiales. Además, ¿por qué un gobierno que se demuestra incapaz de aplicar las leyes normales podría ser capaz de hacer respetar leyes especiales?

Los mendigos y los limpiacristales molestan porque chocan con nuestro sentido de la estética. Así, alcaldes y asesores compiten para alejar a los mendigos de los centros históricos de sus ciudades. La estética es mucho más importante que la ética, Dragan. Vivimos en un país en parte controlado por la mafia, pero nos dan miedo los mendigos y los extranjeros.

Cuando se empieza a hacer limpieza a menudo sucede que uno acaba por volverse obsesivo, maniático. Cada mota de polvo nos molesta y resquebraja la pulcritud de nuestro mundo. Hablan de libertad, pero el poder hoy se traduce en una sola palabra: prohibir. El poder de los mezquinos, de los miserables. Cuánto más mezquino e insignificante se es, más se prohíbe. Así que fuera las prostitutas, fuera los gitanos, los vagabundos, los mendigos. De este modo se sienten fuertes, importantes, pero sobre todo se impide vivir al resto.

En algunas ciudades pretenden prohibir los restaurantes étnicos en el centro «para salvaguardar la tradición culinaria», han sentenciado. Sólo hay que comer italiano. También el gobernador del Véneto dice que debemos defender nuestra tradición. Luca Zaia es véneto e imagino que prohibirá a sus conciudadanos comer polenta cuando descubra que el maíz viene de América.

En Venecia se ha prohibido a los niños jugar al campanon. Es un juego en el que se dibujan unos cuadrados en el suelo, para después saltar de uno a otro, Dragan. Cuadrados que se dibujan con una tiza, con un trozo de ladrillo. Lo han prohibido.

La primera lluvia los habría borrado. Ni todas las lluvias del mundo bastarían para borrar la ignorancia de quien prohíbe jugar a los niños dibujando cuadrados con una tiza. La estupidez enfermiza de quien, en vez de la alegría de estar juntos, ve el suelo sucio. No la contaminación del aire, Dragan, no: rayas de tiza en la calle.

El miedo a la suciedad se convierte en fobia. Tememos la contaminación y nos asusta toda forma de contacto. Cada vez nos encerramos más en nosotros mismos y nos estamos quedando tan solos que nos parecen sospechosos quienes todavía tienen valor para hablar entre ellos.

En esto pensaba Massimo Giordano, alcalde leguista de Novara, cuando emitió la ordenanza que prohibía reunirse a más de dos personas en parques públicos entre las once y media de la noche y las seis de la mañana. Me vienen recuerdos de tantas noches de verano de la adolescencia pasadas charlando con los amigos en algún parque, tocando la guitarra, discutiendo hasta muy avanzada la noche sobre cómo cambiar el mundo, o simplemente hablando de chicas. Se discutía, se crecía debatiendo entre muchos, no necesariamente entre dos. Se aprendía a convivir con los otros, en la diferencia. Pero al leer que no se puede «estar en grupos de más de dos personas» me vienen por desgracia a la mente las palabras de Amos Oz: «El fanático sólo puede contar hasta uno, ya que dos es un número demasiado grande para él». Estar sentados en un banco charlando es una falta, un delito. Es un indicio de que no trabajas, no produces, no consumes. Por esta razón el alcalde Gentilini hizo quitar los bancos de las calles de Treviso.

Estaba en un banco Andrea, un sin techo, una de esas personas que los políticos quieren censar. Dormía en el banco que le hacía las veces de casa y de cama, y parece que molestó a la mente perturbada de un idiota que le echó gasolina por encima y le prendió fuego. Un idiota al que no censarán y que seguirá buscando el orden fuera del desorden de su cabeza. No hay seguridad para aquel que para muchos sólo es un vagabundo.

Estaba también en un parque Emmanuel Bonsu Foster aquel día de octubre de 2008. En un parque de la cívica y democrática Parma. Pero no estaba sentado: «Merodeaba, telefoneaba, hacía gestos», ha dicho el alcalde Pietro Vignali. Y además «la escuela empezaba a las siete, ¿qué hacía en el parque a las cinco?», prosiguió. Como para decir que había sospechas suficientes y evidentes para que los vigilantes se llevaran a este ghanés de veintidós años, que frecuentaba la escuela nocturna y era voluntario en un centro de rehabilitación de toxicómanos. Lo detuvieron, lo desnudaron, le dieron una paliza y luego le devolvieron sus efectos personales en una bolsa en la que habían escrito Emanuel negro.

Un ojo hinchado, puede que se lo hiciese en una caída, dicen las autoridades; una bolsa con aquel letrero, pero puede que lo hubiese escrito él mismo, afirman. «Mis ciudadanos piden seguridad y yo debo responder». Emmanuel no es su ciudadano, es un negro. Igual que aquella prostituta nigeriana, fotografiada semidesnuda en la comisaría de policía, siempre en Parma. En Parma, donde un empresario sin escrúpulos, que había pactado ilícitamente con banqueros falsos y mentirosos, ha tirado por el desagüe los ahorros de ¿cuántas familias? ¿Tolerancia cero? ¿Los ciudadanos no pedían seguridad?

Emanuel negro. «Puede que no hubieran entendido bien el apellido», dijo un vigilante. «Aquel negro era sólo para identificarlo». No hacía falta entender el apellido, bastaba con leerlo en los documentos que le habían requisado. Pero alguien de Ghana ni siquiera tiene apellido, deben de haber pensado: con negro bastará.

Emanuel negro, con una sola eme, una grafía incierta, que revela sólo una mínima parte de la ignorancia que se esconde tras la mano que la trazó. Que manifiesta la rabia estúpida de quien no sabe con quién tomarla por el hecho de vivir en un mundo absurdo, en el que siempre se llega tarde a la carrera del consumo. De quien es sacrificado por la inutilidad de las necesidades creadas, tan vacías que necesitan parecer indispensables. De quien se asusta ante la idea de encontrarse en un mundo demasiado grande y variado, y sin embargo, no se da cuenta de que vive en el trastero polvoriento de su provincia mental.

Aquellos como tú, Dragan, encarnan lo que más tememos que nos suceda a nosotros: convertirnos en pobres.

El problema se traslada entonces a un plano formal y legislativo, los individuos quedan anulados. Ya no hay más personas con vidas al desnudo, sino un grupo informe, sin patria ni nombre, que ante todo constituye un problema. La cuestión se traslada del plano ético a un plano de gestión, en el que no queda espacio para la moral humana. Los administradores se sienten eximidos de eventuales objeciones de conciencia y actúan pragmáticamente, resolviendo el problema por vía burocrática.

¿De verdad, frente al drama de millones de personas que sufren hambre, que padecen enfermedades, que mueren en guerras, nos hemos vuelto tan mezquinos y miserables como para considerar más insoportable la «molestia» de un mendigo que la pobreza del resto del mundo?

Todo se simplifica, se reduce a un eslogan tranquilizador, para alejar el espectro (reciente, todavía caliente) de la época en que «nosotros éramos los albaneses». ¿Tolerancia cero con los hinchas que destrozan gratuitamente trenes, calles, plazas, que ocupan las ciudades por la fuerza? ¿Tolerancia cero con las empresas que hacen negocios con la camorra y con la mafia? ¿Con el que se juega el dinero ajeno en las finanzas? ¿O con los políticos cómplices?

No, Dragan, no. Contigo, que ahora intentas limpiarte el dedito negro en los pantalones.

Incluso sin el cero, Dragan, tolerancia es una palabra fea. Es fea porque finge ser buena, finge llevar consigo buenos sentimientos, notas de amor, gestos de paz. No es así. Esconde la hipocresía de quien se siente superior, pero no osa admitirlo, por miedo a pasar por presuntuoso y por políticamente incorrecto.

Tolerar: «aceptar con paciencia cosas o situaciones desagradables o dolorosas; admitir la presencia, la compañía, de alguien poco grato; admitir, respetar opiniones, convicciones distintas de las propias; aceptar actitudes y comportamientos ajenos, mostrando compasión e indulgencia incluso cuando se desaprueban». Leamos atentamente estas definiciones del diccionario de la lengua. Leámoslas no pensando en cosas abstractas como la diversidad cultural o el multiculturalismo, sino en esas personas, en esas mujeres, esos hombres, esos niños que querríamos tolerar. Una imagen se forma, como en una fotografía en blanco y negro. ¿Qué ves, Dragan? Un hombre con rostro bondadoso, sonriente, que te mira mientras corres por la calle con tus ropas un poco sucias y raídas. Él sabe que tú no eres malo, y que si robas es porque te ves forzado a ello. «Nos han enseñado maravillas acerca de la gente que roba pan...». Te entiende, te acepta con paciencia, es indulgente: te tolera. Él puede hacerlo porque se sabe más fuerte. Puede soportar tu presencia aunque a lo mejor le seas poco grato. Puede hacerlo porque está suficientemente alejado de ti como para no sentir el olor de tu sudor, el hedor de tu ropa.

¿Y los demás? Los demás se volverán intolerantes porque no lo soportan. No tienen las ganas, la fuerza o la capacidad de hacerlo. Porque les han dicho que tienen que tener miedo de aquellos como tú. Vosotros sois la causa de su malestar. Necesitamos siempre un enemigo, Dragan, sobre todo cuando las cosas no van demasiado bien, y si no hay enemigo, se inventa. Visto que hay que hacerlo, más vale buscárselo fácil de identificar y, a ser posible, débil. Fácil de identificar, como los malos en las antiguas películas mudas, con la mirada torva y el ceño fruncido, el bigote un poco tosco y descuidado. ¿Quién mejor que vosotros los rom, los gitanos? ¿Quién mejor que los limpiacoches y los mendigos? Sois mucho más fáciles de ver, además sois más feos que nosotros, y nos sois más extraños que esos elegantes señores de traje y corbata, esos que mueven capitales y escriben leyes condenando a la miseria y a la explotación a tantas personas. La banalidad del mal hoy tiene el rostro sonriente y encorbatado de empresarios planetarios.

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