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Sobre este blog

Me dedico al periodismo, la comunicación y a escribir libros como “Exceso de equipaje” (Debate, 2018), ensayo sobre el turismo que se desborda; “Biciosos” (Debate, 2014), sobre bicis y ciudades; y “La opción B” (Temás de Hoy 2012), novela... Aquí hablo sobre asuntos urbanos.

Cuando el éxito nos hace fracasar

La desigualdad territorial es uno de los motores de las protestas en Francia.

Pedro Bravo

Hay algo fantástico en la revuelta de los chalecos amarillos. Algo como de tebeo que consigue que un montón de individuos adquieran una identidad secreta y común y se conviertan en una fuerza con superpoderes sólo con ponerse una capa fosforescente con agujeros para los brazos. Esta nueva fuerza revolucionaria parece haber logrado en unas semanas la heroicidad de hacer recular un poco al más arrogante de los últimos (y muy arrogantes todos) presidentes de la República Francesa. Por lo visto este sábado, no parece que el lío se haya calmado con lo que ha dicho Macron que va a hacer, pero lo que está claro es que lo anunciado no da para arreglar las causas del conflicto. Como todo lector de la Marvel sabe, no son las capas ni los uniformes los que dan poderes a los superhéroes, como tampoco a los supervillanos se les frena con una tanda de mamporros. Dentro de las viñetas, conviene fijarse en lo estructural para ir a la raíz del relato. Fuera, también.

En estos días ha habido unas cuantas explicaciones de causas, consecuencias y posibles soluciones de lo que ocurre en Francia. Y algunas bastante buenas. Por ejemplo, el texto de Florent Marcellesi y François Ralle Andreoli en este medio y el hilo de Emilio Santiago en Twitter han tratado muy bien todo el conflicto que hay delante y detrás de la necesaria transición ecológica. Se ha hablado también de la complejidad y diversidad de los protestantes y de sus exigencias y del origen geográfico de las protestas.

Aunque los parisinos se han sumado a las quejas y el apoyo es más o menos general, el resorte inicial de la subida del precio de diésel ha pegado primero y más fuerte en las zonas rurales y en las ciudades pequeñas e medianas. No es que los habitantes de esos lugares se hayan puesto el chaleco porque quieran seguir contaminando y contaminándose, sino que el uso del coche en esos territorios en los que se ha ido abandonando la posibilidad del transporte público se ve imprescindible. Y la medida impuesta por el gobierno de Macron fue la gota que colmó el vaso del desencanto. El caldo de cultivo de la furia es complejo y profundo y tiene que ver con el modelo económico y de gobierno que, desde hace mucho pero cada vez más, se apoya en la desigualdad para mantener y hacer crecer su poder. Pero aquí me quiero fijar en el aspecto territorial y urbano de esa desigualdad.

Francia da significado a la palabra centralismo, pero no podemos dejar de observar el fenómeno como algo global. Lo mostraba hace no mucho un reportaje de Citylab: las capitales europeas son cada vez más ricas, atraen más dinero y oportunidades y, por eso, más población, especialmente joven. La grandes urbes están inmersas en una competición por atraer los focos, los eventos, las inversiones, el talento. Y se los están llevando. Y el éxito de esas ciudades brillantes supone el fracaso de todas las demás. En muchos casos, el PIB de las urbes estrella llega a doblar la media de sus países. Pasa en Francia, en Reino Unido e Irlanda, en Portugal. Aquí, Madrid está bastante por encima de la media (33.809 euros vs. 24.999). Y también suma población a costa de las regiones de la España que se vacía.

El fenómeno suele ser celebrado con notas de prensa y sonrisas en las ciudades que ganan, pero en realidad no hay ningún motivo para la fiesta porque, con él, todas pierden, todos estamos perdiendo. La desigualdad no sólo crece entre los territorios, también dentro de esas urbes que triunfan. El desequilibrio es tendencia creciente en todas las capitales europeas y especialmente en España, que suele ser señalado anualmente por la OCDE como un de los países más desiguales del continente. Y, aquí y en esto, destacan especialmente Madrid y Barcelona, nuestras dos ciudades más resplandecientes. Dos ejemplos: si hace unos meses UNICEF denunciaba que la exclusión social afectaba al 29% de los menores de la región de Madrid, la semana pasada Cáritas informaba de que el problema de acceso a la vivienda es sufrido por el 36% de los barceloneses.

La despoblación no es un fenómeno natural

Claro que no son éstos los datos que ensanchan el pecho de los gobernantes regionales y municipales, que acostumbran a presumir del aumento de las inversiones, de los visitantes y del impacto del poderío de sus territorios en el PIB nacional. Una forma de darse brillo enfocando a lo macro que alimenta el error y evita que nos fijemos en lo micro, que es donde está la vida real. Y, también, un desastre comunicativo, una bofetada de soberbia para las periferias excluidas de ese éxito, que sienten que sólo se habla y se gobierna desde la gran ciudad y para la gran ciudad.

Los datos de Movilidad Laboral presentados por la Agencia Tributaria el martes pasado cuentan que sigue el proceso de despoblación. Extremadura y las dos Castillas pierden trabajadores y Madrid, Barcelona y las islas los ganan. En las regiones que pierden no sólo no hay cada vez menos oportunidades laborales, también cae la posibilidad y el derecho a los servicios públicos: educación, sanidad, transporte. El coste económico es enorme; el moral, también.

Hay un problema ya completamente generalizado en la política y es que se gobierna como si se dirigiese una empresa, pensando en los accionistas e inversores y por eso fijando los objetivos en los resultados a corto plazo. Es lo que ejemplifica tan bien Macron pero que se practica en todos los despachos presidenciales del planeta y es lo que hace aullar a las personas y territorios olvidados. En Francia, ahora con los chalecos amarillos y antes con el aumento de votos para la familia Le Pen, en Reino Unido con el apoyo al Brexit y en Estados Unidos con la victoria del señor del pelo naranja. En España ya estamos oyendo los gritos y sólo puede subir el volumen.

Porque lo triste es que ni siquiera los gobernantes de esos territorios parecen ser capaces de entender cuáles son las posibles soluciones. Hace unos días, una crónica de José Luis Aranda en El País narraba el desarrollo del evento Invest in Cities. En él, los alcaldes de diez ciudades medianas españolas se subían al escenario por turnos para tratar de cautivar a una audiencia formada por inversores y empresas, principalmente inmobiliarias. La burbuja en España es endémica porque es el hábitat natural y confortable del capital y la política de aquí. Es tan fascinante como dramático observar cómo a estas alturas todavía pueden pensar que lo que necesitan las ciudades pequeñas y medianas para parar su desertificación es ladrillo y especulación y no la generación de oportunidades laborales y la adecuación de los servicios públicos.

Si en esos lugares más pequeños hubiera políticas de fomento del emprendimiento, buenas conexiones y escuelas y médicos, no sólo emigraría menos gente, sino que muchos igual nos íbamos allí, hartos de estas ciudades de éxito mentiroso, cada vez más caras, contaminadas y deshumanizadas. Pero no. Por lo que se ve, Macron y todos los demás CEO-gobernantes no están por la labor. Por lo que se ve, también, la sensación de fracaso está que arde.

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Me dedico al periodismo, la comunicación y a escribir libros como “Exceso de equipaje” (Debate, 2018), ensayo sobre el turismo que se desborda; “Biciosos” (Debate, 2014), sobre bicis y ciudades; y “La opción B” (Temás de Hoy 2012), novela... Aquí hablo sobre asuntos urbanos.

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