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Sobre este blog

Me dedico al periodismo, la comunicación y a escribir libros como “Exceso de equipaje” (Debate, 2018), ensayo sobre el turismo que se desborda; “Biciosos” (Debate, 2014), sobre bicis y ciudades; y “La opción B” (Temás de Hoy 2012), novela... Aquí hablo sobre asuntos urbanos.

No diga ir en coche a trabajar, diga perder mucho tiempo y un montón de dinero

El atasco habitual en Avenida de América

Pedro Bravo

Como las empresas con sede en paraísos fiscales o los concursos de nuevos cantantes, los atascos son uno de los daños colaterales comunes del progreso. Cualquiera de nosotros puede encontrarse una mañana cualquiera atrapado en el confortable interior de su vehículo a motor, con el convencimiento de estar al volante de su destino pero sin moverse desde hace diez minutos. Allí, esposados a los mandos del coche que la publicidad nos ha dicho que nos hará libres, nos sentimos exasperados pero contentos porque igual están en Nueva York, Boston, Pekín, Londres o Colonia. Y no, esto no es una exageración de mi menda, que al fin y al cabo soy un radical antisistema que quema coches solo con la mirada, es una apreciación que leo en The Economist, que viene a ser como el libro de instrucciones de esto tan chachi llamado Capitalismo.

El texto de The Economist llamado The cost of traffic jams (El coste de los atascos) se fija en un estudio firmado por The Centre for Economics and Business Research, una consultora londinense, y por INRIX, empresa norteamericana dedicada a productos relacionados con tráfico y transporte. El objeto del asunto es medir el impacto de los atascos en las economías de Gran Bretaña, Francia, Alemania y Estados Unidos a través de tres costes: la pérdida de productividad entre los curritos encerrados en el atolladero; el aumento de precio de bienes y servicios por el aumento del coste del transporte por culpa de los dichosos embotellamientos; y el valor monetario equivalente a los malos humos expulsados por esos tubos de escape.

El resultado de 2013 para los cuatro países sería de 160.000 millones de euros —según la revista, el 0,8% de PNB de dichos países— y la previsión para 2030, 240.000 millones. Hay más cifras como puñetazos. El coste anual de los atascos —no de la propiedad del coche y alrededores, ojo— para una familia americana se estima en 1.250 euros al año. Para una francesa, 1.840. Una ciudad como Los Ángeles, tan llena de coches, pierde 17.000 millones de euros —lo mismo que toda Gran Bretaña, según el estudio— y cada uno de sus ciudadanos 4.500 euros al año.

Quien quiera que sea que haya escrito el texto de The Economist (no viene firmado), acaba preguntándose por posibles soluciones y dudando si sería mejor construir más carreteras o llenar las que hay de vehículos sin conductor o, quizás, eléctricos. Quien quiera que sea, está muy despistado y no se ha fijado en que la solución a esa derrama diaria de pasta está delante de nuestras narices y pasa por volver a las ciudades compactas y por fomentar el transporte público y la movilidad sostenible. Y la bici, claro.

Sí, ya estoy otra vez yo, el radical antisistema, pretendiendo fulminar el progreso a base de pedaladas de jipis trasnochados… Y a base de estudios científicos también. En un libro llamado City Cycling y publicado por una universidad de postín, MIT, encuentro datos interesantes. Como que los conductores británicos creen que se gastan en su coche el 40% de lo que en realidad se están gastando. O que los alemanes perciben el tiempo de sus trayectos en coche como el 82% del que realmente es.

Por lo que explica este librito y por lo que dice The Economist y se ve cualquier día en cualquier ciudad presuntamente civilizada, la gente que va en coche por ciudad piensa que está circulando a la velocidad de Fernando Alonso y al coste de un peregrino cuando en realidad está yendo a paso de procesión y dejándose buena parte de sus ingresos anuales en el trayecto. Un dinero que aumenta si nos fijamos en algo que olvidaron en el estudio mencionado por The Economist: el concepto de velocidad efectiva que aporta Paul Tranter, de la australiana Universidad de Nueva Gales del Sur, en City Cycling.

Según el antípoda investigador, la velocidad del trayecto entre dos puntos no hay que medirla sólo en relación con el tiempo invertido, sino que hay que tener también en cuenta el tiempo gastado en pagar los costes del medio de transporte elegido. Es decir, hay que convertir en tiempo todos los costes: adquisición, gasolina, seguro, aparcamiento, impuestos… Lo cual, obviamente, ralentiza muchísimo la ya lenta circulación de esos vehículos por la ciudad. Y más si calculamos la velocidad efectiva social, la que incluye costes indirectos como polución, ruido y demás. Así, la velocidad efectiva media en Londres sería de 8,4 km/h. Y la social, 6,6 km/h. O sea, que ir en bici, en bus o incluso paseando es más eficaz, rápido y barato que ir en coche.

La cuestión es por qué si lo sabe The Economist y lo sabe el MIT no lo saben todos esos conductores atrapados que me cruzo cada día cuando paso por la calle Carranza de Madrid a cualquier hora. Por qué nadie se lo explica. Por qué no se dan cuenta ellos mismos. Cómo es que no somos conscientes de que nos dejamos media vida al volante cuando podríamos aprovechar para hacer cualquier otra cosa, puede que más rentable, seguro que más satisfactoria.

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Me dedico al periodismo, la comunicación y a escribir libros como “Exceso de equipaje” (Debate, 2018), ensayo sobre el turismo que se desborda; “Biciosos” (Debate, 2014), sobre bicis y ciudades; y “La opción B” (Temás de Hoy 2012), novela... Aquí hablo sobre asuntos urbanos.

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