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Hacia una enseñanza pública vaciada

Paro de cinco minutos por la España vaciada en la plaza del Torico de Teruel

Pablo García de Vicuña

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Un reciente e interesante artículo de Josefina Gómez Mendoza [Por favor, no lo llamen España vacía, El País, 11/10/19], hablando sobre el acuciante fenómeno de la despoblación demográfica de amplias zonas españolas,  rogaba no utilizar los términos vacía ni vaciada. La referencia inicial, viene siendo habitual desde que, tres años atrás, Sergio Del Molino con su libro 'La España vacía' la pusiera en primera línea. La autora del artículo considera que no es apropiado generalizar y propone sustituirlo por el de despoblada.

Quedémonos con los dos primeros. Aparentemente ambos calificativos, “vacía y ”vaciada“, parecen ofrecer un mismo significado (destacar la falta de población de un lugar), pero no es así. Mientras que el primero tiene una interpretación más neutra (se desconocen las causas de tal hecho, se pretende situar únicamente una realidad), el término vaciada, implica ya una opinión (alguien, por alguna razón, conocida o no, ha participado en esa acción, ha puesto intención en conseguir ese vacío).

Sin ánimo de polemizar con la catedrática de Geografía de la UAM, para el ámbito educativo y, más concretamente para hablar de la red pública, la que se imparte en la totalidad del territorio nacional –ciudades y pueblos, lugares masificados o entornos en riesgo de desaparición-, prefiero hablar de vaciada. Y la hipótesis es sencilla: la enseñanza pública parece encaminarse hacia una situación de descenso demográfico y de matriculación, consecuencia de la actuación político-ideológica de las administraciones educativas; resultado de la acción preconcebida de seres humanos que han optado por medidas de política educativa en las que el neoliberalismo es el elemento aglutinador.

Percibo ya dos rápidas críticas a tal afirmación, que la tacharán de alarmista. La primera, planteará que cuando el 66 % de los centros educativos dedicados a la educación general están encuadrados en la red pública española, según los datos publicados recientemente por la Comisión Europea [Monitor de la Educación y la Formación de 2019. Datos para España], es exagerado hablar de despoblación. Sin embargo, este porcentaje ha descendido en varios puntos en tan solo diez años, cuando los centros privados y concertados tan solo escolarizaban al 27-28 % del alumnado. Más aún, en el año 2019, la diferencia con el resto de países europeos ha aumentado, hasta situarse en los 14 puntos a favor de los centros concertados españoles, mayoritariamente vinculados a la Iglesia Católica (media europea de alumnado en centros concertados: 19 %).

La explicación para este rápido crecimiento de la escuela concertada (que en Comunidades Autónomas como Madrid y País Vasco ronda el 50 % de la matriculación desde hace varios años) a costa de la red pública hay que buscarla en la interpretación que se viene haciendo reiteradamente del artículo 27 de la Constitución española de 1978, que reconoce el derecho a la educación y a la libertad de enseñanza. Como explica con nitidez Ana Valero en su artículo Libre elección de centro y equidad escolar: un binomio constitucionalmente inaceptable, lo que este artículo 27 garantiza es la obligación de que el Estado garantice el derecho de las familias a elegir la formación religiosa y moral de acuerdo con sus creencias y el derecho a que personas físicas o jurídicas puedan crear instituciones educativas con ideario propio. Nada más. No garantiza ni obliga a que esta formación en centros privados sea financiada con presupuestos públicos.  A esta situación se llegará tras la aprobación de la LODE, en 1985.  

La concertación, por tanto, no es un derecho constitucional, como los eslóganes de varios partidos políticos pretenden confundir, sino un derecho emanado de una ley educativa posterior, como es la LODE. Esta ley obliga a las administraciones  a destinar dinero público a centros que reúnan los requisitos de prestación de servicio público en condiciones de gratuidad, igualdad y calidad, con los que concertará su financiación.

Esta obligación de gratuidad, contraída por los centros concertados, les debiera inhabilitar para el cobro de cuotas que, a modo de financiación extra requieren a las familias bajo variadas y originales fórmulas. No sólo no se cumple este principio, sino que a su vez la cuota mensual funciona como un verdadero elemento de elección disuasorio para aquellas familias que no pueden hacer frente a semejante desembolso económico. En ambos casos, las administraciones públicas, teóricas garantes de la inversión concertada, miran hacia otro lado en vez de ejercer su obligación fiscalizadora.

Y aquí es donde la ideología liberal imperante en nuestra sociedad juega sus bazas. Es en este torticero argumento donde los partidos políticos conservadores confunden con su mensaje.  Una vez conseguida la primera premisa del art. 27  ya mencionado  (derecho a la Educación), corresponde pelear por la libertad de elección de centro, como un derecho inalienable de las familias. Se traslada el derecho de todas y todos a la mejor educación posible,  a ese otro que pretende como derecho elegir mejor centro para los “míos”. “Aquel –nos explica con rotundidad Enrique Díez [Neoliberalismo educativo. Octaedro, 2018]- que les dé las mayores posibilidades de obtener máximas ventajas en la competencia con los otros.  Según esta lógica neoliberal, la función del Estado es reforzar la competencia en los mercados existentes y crear la competencia allí donde todavía no existe, ayudando, apoyando y financiando opciones privadas y ampliando así la posibilidad de libre elección de los consumidores y las consumidoras”.

El Estado y las CCAA, lejos de garantizar esta igualdad en el derecho a la educación permite que sea la escuela pública la que concentra más estudiantes inmigrantes (por encima del 70% todas; cinco de éstas, a más del 90%) y al alumnado nacional de perfil socioeconómico bajo (en 9 de cada diez centros). Con estos datos queda en evidencia la falta de equidad en el acceso a la educación. La elección de las familias, por tanto, no es todo lo libre que la ley –y la propia Constitución- deberían garantizar. Los expertos señalan con rotunda coincidencia de criterio que esta escolarización implica una discriminación de origen que puede  tener efectos de desigualdad en la inserción social del futuro ciudadano/a.

La otra crítica que se planteará a la idea de enseñanza pública vaciada utiliza como razonamiento el futuro poco esperanzador que la demografía vaticina en los próximos años. El descenso de natalidad –defenderán algunos- es la única razón que explica el cierre de aulas que se viene produciendo y que se acelerará en el siguiente quinquenio. Esta medida, siguiendo el argumento empleado, afectará por igual a ambas redes, pública y privada.

Los datos, sin embargo, no acompañan esta lógica. Salvo en el caso del País Valenciano (cuyo gobierno en la legislatura anterior recondujo a la baja el sistema de concertación, con el consiguiente descenso de aulas subvencionadas con dinero público) y del País Vasco, el resto del Estado ha visto cerrar más aulas públicas. Destaca, por su elevado número, el cierre de 867 aulas en Andalucía en los dos últimos años (y con dos gobiernos de signo político distinto), tal y como ha denunciado la Federación de Enseñanza de CCOO de esa Comunidad Autónoma que reclama más intervención  institucional en mejoras de ratios, desdobles y en el tratamiento de alumnado diverso, en vez de pasar la guillotina a toda la enseñanza pública.

Asistir, en fin, a un progresivo vaciado de la enseñanza pública nos conduce hacia un futuro incierto para la enseñanza española y vasca. Si tenemos en cuenta que los objetivos de pluralidad, crítica, conciencia ciudadana y valores democráticos sólo están garantizados en esta red por ley, cabe ser un tanto pesimista. Seguir pensando en la Escuela como sujeto susceptible de negocio, como un inmenso terreno de inversión privada es entregarse plácidamente en manos del neoliberalismo más voraz.

Mientras que excelencia, libertad de elección, patrocinio o gestión eficaz estén únicamente  en el vocabulario concertado; mientras que segregación, privatización, mercantilización o escuela-empresa sean criticados desde voces en defensa de lo colectivo, la educación pública caminará inexorablemente hacia el frío vacío demográfico, hacia ese frío tan triste como el que nos recuerda Sergio Del Molino en su libro ya citado [La España Vacía. Viaje por un país que nunca fue. Turner, 2016 ]:

 “Hace frío. Cuatro jóvenes de entre veinticinco y treinta años se suben el cuello del abrigo, se frotan las manos y esperan bostezando en una esquina. Un coche para. Se suben. El coche arranca y enfila la salida de la ciudad. Cada día es un coche distinto. Se turnan para no tener que conducir todos los días. Son cinco, así que pueden conducir un día a la semana y dormitar durante el viaje los otros cuatro. El coche se desvía varias veces de las carreteras principales. Busca carreteras secundarias y terciarias, circula solo por carreteras estrechas y rectas que cortan llanuras pardas. De vez en cuando adelanta a un tractor o al ciclomotor de un labriego o a un camión que transporta piensos o ganado. Poco más. Llegan al pueblo recién amanecidos. Se desperezan y empiezan su jornada. Son los profesores del colegio.

No viven en el pueblo porque no merece la pena. Son interinos, no han ganado aún su plaza y es probable que el curso próximo tengan que dar clase en otro pueblo de la provincia o de la comunidad. Mantienen su casa en la capital no solo porque lo prefieren a mudarse a localidades minúsculas donde apenas trabajan unos meses, sino porque su plan, a medio plazo, es conseguir una plaza en la ciudad. Acumulan puntos. Hacen méritos“.

*Pablo García de Vicuña es responsable de la Federación de Enseñanza de Comisiones Obreras Euskadi

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