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Sobre este blog

En este espacio se asoman historias y testimonios sobre cómo se vive la crisis del coronavirus, tanto en casa como en el trabajo. Si tienes algo que compartir, escríbenos a historiasdelcoronavirus@eldiario.es.

Crónica desde el vórtice de una desgracia global

Traslado en ambulancia./ G. W.

Gabriela Wiener

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Desde que todo esto empezó, imagino a cada persona acudiendo a una ficción distópica, apocalíptica o alguna epidemia letal en su cabeza que le sirva para hacer paralelos absurdos, reírse solo o desconectar de la que estamos experimentando en la vida real. A mí la que me persigue es la de Ben Hur. Cuántas veces he querido obviar la posibilidad del contagio y entrar a esas cuevas pestíferas, levantar a mi marido y a mi hije en brazos y sacarlos de ahí, como hace Judá con su madre y hermana, reestituyéndoles la humanidad, alejándolas de la marginación y el estigma. Pero no lo hago. Las “impuras”. Así les decimos a Jaime y a Coco para bromear un poco. La mitad de nuestra casa es el Valle de los leprosos. La otra mitad es aún “el país de la salud”, como llamó Cristopher Hitchens a ese lugar del que se había alejado para internarse definitivamente en el territorio de la enfermedad.

Somos gente de sangre caliente, bulliciosa, de besos y cosquillas, somos gente a la que le gusta revolcarse y formar amasijos de cuerpos que ruedan sobre las cosas. Y ahora nos comunicamos a través de una ventana con rejas. Tres veces al día las sanas dejamos una bandeja de comida en el suelo para las covid. ¿Cómo nuestra vida se convirtió en esto? La curva de la pandemia evoluciona de distintas maneras detrás de nuestras puertas. La escala logarítmica no mide las pequeñas tragedias de la cotidianidad. Por suerte, tenemos una casa perfecta para el coronavirus. Este es uno de los cientos de nuevos pensamientos que una tiene al día y que desde hace dos semanas van reconfigurando lo que entendíamos como mundo: una casa de dos ambientes muy claros, separados por un pequeño patio, el puerto fronterizo.

El día que empezó el confinamiento y los niños dejaron de ir al colegio y llenaron de ruido las casas, Jaime enfermó. No tuvimos ni margen para ilusionarnos con la idea de un domingo familiar que se alarga indefinidamente. Tenía esa ya temible fiebre que no sube más allá de 38 y medio. El fastidio en la garganta. El dolor muscular. Al tercer día Coco (13) empezó con la fiebre y la tos. Para entonces ya habíamos asumido que nuestra obra de teatro sobre el poliamor se había cancelado, que tendríamos que devolver el dinero de por lo menos cuatro fechas todas vendidas e imaginar los próximos meses de una manera muy distinta. Un amigo propuso rebautizarla: Qué locura contagiarme yo de ti.

La vida en el apartheid de tu propia familia empieza con resistencias. Roci y yo dimos por hecho que nos habían contagiado y que ya aparecerían los síntomas; como no ocurría comenzamos a pensar que éramos asintomáticas. Un día decidimos que estábamos sanas y que debíamos atrincherarnos y tomar distancia junto a Amaru (4), los tres invictos, por si las dudas. Hicimos inútilmente las llamadas a los servicios puestos por la comunidad hasta que por fin el centro de salud contestó y puso la marca de sangre de cordero en nuestra puerta. Nos contabilizaron, fuimos estadística, pero advirtieron que teníamos que padecerlo en casa, sin pruebas, sin atención y sin hospital. Por eso esperamos, quizá demasiado.

Jaime llevaba una semana entera con la misma fiebre, el mismo dolor, cuando me di cuenta de que no solo estaba tumbado en la cama sino que había dormido demasiadas horas durante el día y que despierto no paraba de toser. Creo que fue eso lo que me activó, sentirlo irreconocible, que me recordara a mi padre durmiendo todo el día las semanas previas a su muerte, la proyección de una ausencia en su presencia. Mi marido no podía terminar una frase sin que estallara la tos. Las espiraciones violentas de la gente que más quieres en la vida, cuando sabes que son provocadas por el virus, sacuden tu propio pecho.

Dejé de dormir. Las noticias sobre familias enteras que eran ingresadas o niños que quedaban a cargo de los servicios sociales porque sus padres habían sido hospitalizados nos soliviantaron. Las de aquellas personas que no podían acompañar a sus seres queridos graves, sobre contagiados que llevaban su enfermedad en soledad, la muerte sin despedida, el cierre de la funeraria madrileña, nos aterraron y fortalecieron.

Rosi y yo nos convertimos en revolucionarias del frente de liberación contra el covid con mascarillas en lugar de pasamontañas y ojos ardientes. Usamos todas nuestras herramientas de militancia feminista para organizar la resistencia. Cada día hablábamos con el padre virólogo y la madre enfermera de una compañera del antirracismo; con la tía superdotada de Rosi, Carmen, la cardióloga, también víctima del corona; oíamos las recomendaciones de Gloria, la cuñada pediatra sobre Coco; llorábamos con Lola, la tía enfermera de Canarias. Nos agenciamos un pulsioxímetro mediante la red de amigas bolleras. Aprendimos a medir la saturación de oxígeno. Supimos que de 95 para arriba está bien y que por debajo de 90 mal, supe que a 60 te mueres. Y una mañana, el pulsioxímetro dio 87 en Jaime y llamamos a la ambulancia.

Nunca había estado tan cerca del vórtice de una desgracia personal, ya no te digo nacional, mucho menos global. Madrid ya a esas horas se había convertido toda ella en el Valle de los Leprosos de España. En un moridero de 500 personas al día. Los aplausos llegaban a los sanitarios cada noche pero también comenzábamos a saber todo lo que no les estaba llegando, sus carencias, su exposición, su frustración. El mismo día que Jaime empezó a respirar mal a causa de la infección leímos que todos los hospitales de la ciudad estaban colapsando. La ambulancia tardó cinco horas en llegar. Pero no imaginábamos aún todo lo que esperaríamos a partir de ese momento. Unos señores vestidos de astronautas que parecían que iban a recoger a ET se llevaron a mi marido.

Lo condujeron al hospital más cercano, el 12 de octubre. No dejaron entrar a Roci. Lo metieron a urgencias, donde tienen aislados a los pacientes de coronavirus. Conozco bien ese hospital. Allí iba interdiario para mi rehabilitación del hombro. Es un hospital inmenso, casi inabarcable. Decían en el periódico que era uno de los pocos en los que todavía quedaban camas pero nos informaron de que tendría que esperar 24 horas por una. Y la jornada se hizo eterna viendo llegar a decenas de personas infectadas, algunos mayores que se asfixiaban y caían de las sillas; gente que lloraba de incertidumbre y desamparo.

Desde el 12 de octubre Jaime nos mandó este mensaje: “Una doctora se acaba de quebrar y ha dicho llorando a toda la sala que les duele mucho tener así a la gente, que es horrible también para ellas y ya no ha podido seguir hablando. Y la sala ha empezado a aplaudir espontáneamente como cinco minutos”. Lo puse en Twitter. En casa buscábamos amigos de amigos de amigos de amigos de médicos en el 12 de octubre desesperadamente. Pero nadie podía hacer nada. Le hicieron las placas y mandó el mensaje tan temido: “no os asustéis, tengo neumonía en los dos pulmones”. Jaime, 45 años, sano, sin patologías previas. De neumonía mueren cientos de pacientes de coronavirus todos los días, muchos de ellos jóvenes, aunque el porcentaje más amplio sea el de mayor y su muerte sea más publicitada.

Yo lloraba en la ducha, en la cocina, en Twitter, mientras esparcía lejía a mi alrededor y pasaba el trapo y salía a tirar la basura; le decía a Coco que su papá iba a estar bien sin realmente saberlo; me abrazaba a Roci, nos acariciábamos con guantes y ella me decía que se encargaría de todo, que me tumbara. Lo hacía y escribía a Jaime para preguntarle su saturación –no iba a morir, no podía morir–, y al ala religiosa de los grupos de whatsapp de la familia, pidiéndoles que rezaran, y a los médicos conocidos suplicando información y milagros. No quise hablar con mi mamá aún porque no podía permitirme en este momento volver a tener diez años, igual no podría abrazarme a sus tetas porque vive a miles de kilómetros y también está en cuarentena. Amaru me miraba y yo le daba una galletita. Sollozaba en silencio murmurando siempre lo mismo: “mi pobre amor, mi pobre amor, mi pobre amor”. Y sobre todas las cosas, me moría de miedo.

Fueron 32 horas en total las que estuvo Jaime en una silla esperando atención. Ni siquiera en una camilla, después de una semana de fiebre, con el cuerpo destrozado. Y por fin, a la 1:30 de la madrugada nos llamaron del hospital, quizá Dios, para decir que lo pasaban a planta y ella y yo nos abrazamos en el insomnio y en la ruina de esa esperanza. Al menos no estaba en la UCI, al menos respiraba solo, al menos estaba saturando bien, al menos la fiebre no subía demasiado, al menos ya lo estaban tratando. Al menos Coco se había curado, llevaba dos días sin síntomas, tocaba la flauta dulce como si no hubiera mañana, en su encierro se había aprendido decenas de canciones y con ellas nos martilleaba el cerebro y nos recordaba así que sus pulmones estaban intactos. Como se sentía bien venía a intentar quebrantar las normas del distanciamiento: “mamá, mamá, llevo un siglo sin abrazar a nadie, por favor, por favor”. Y frente a frente y a un metro de distancia abrazábamos una el fantasma de la otra.

Le repitieron la prueba a Jaime y esta vez sí, ahí estaba la corona-virus, como le llama Amaru, la tiara de puntas inconfundible. Así empezamos a oír del Dolquine, el fármaco anticovid que no cura pero alivia, de los “falsos negativos” como Jaime, cuyas pruebas salen erradas aunque tengan todos los síntomas. De su compañero de habitación, otro falso negativo que escupía los pulmones, que estaba mucho peor que él, y al que Jaime de alguna manera también cuidaba desde su nueva fragilidad. Y también, con los días, empezamos a escuchar su voz, cada vez más nítida, cada vez más parecida a la de Jaime, cada vez más animada, con más ganas de salir de ahí. En casa ya no sabíamos qué inventar para jugar con Amaru, que ahora llevaba siempre una capa y al que llamábamos niño murciélago del coronavirus. A su corta edad sabe ya perfectamente por qué lugares de la casa puede volar y por dónde no para estar a salvo.

Una de las cosas más terribles de una enfermedad contagiosa es la impotencia del que cuida: aprendemos a dar consuelo sin tocar, sin hablar de cerca, casi con la mirada, con los gestos sutiles, invisibles, que en un primer momento pueden parecer de frialdad y de rechazo, pero que son todo lo contrario.

Ayer los médicos del 12 de octubre le dieron de alta, cinco días después de esa primera noche infernal. Lo trajeron los mismos astronautas que se lo llevaron en una ambulancia, pero al llegar a casa a ET le había vuelto el color. Está con nosotras, con sus hijos, pero le quedan aún dos semanas más de fármacos y cuarentena, el confinamiento dentro del confinamiento. ¿Cómo recibir a alguien que amas tanto y que temiste perder sin estrecharlo, sin fundirte con él, sin conversar largamente tumbados sobre la cama? No lo sé, no sé cómo pudimos. Son cosas que solo ocurren en el valle de la enfermedad, las nuevas reglas de juego que aprendes a jugar a regañadientes.

Para cuando llegó ya habíamos dividido la casa en dos, sistemáticamente organizada, con turnos y normas estrictas para los mínimos espacios comunes. Le dimos bolsas, jabón y desinfectante, como quien recibe con flores y globos. No nos quitamos los pasamontañas. Hemos aprendido a enfriar para triunfar. Le mandé un mensaje: “Estas dos semanas te voy a amar así, quiero que sientas esta parte de mi amor, nos vamos a cuidar ferozmente”. El amor es ahora la desinfección. El amor es ese plato que no se da en la mano. El amor se explaya de raras maneras en la frontera entre sanos y enfermos. Anoche Amaru lloró un poco antes de dormir sin saber por qué. Me dijo: “¿Sabes qué me pasa, Gabi? Que me he acordado de la noche buena”. Es lo que esperamos, esa noche buena en que volvamos a romper los muros que nos separan.

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