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Ibrahim Abayat, exmiembro de las Brigadas de Al Aqsa: “Israel nos está quitando cualquier posibilidad de convivir con ellos”

Ibrahim Musa Abayat, en los locales de la Casa Palestina de Zaragoza, el pasado 16 de enero.

Mariangela Paone

Zaragoza —
3 de febrero de 2024 22:22 h

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Ibrahim Abayat (Belén, 1973) aterrizó en Torrejón de Ardoz un día de mayo de 2002 en un Hércules del Ejército español. Que España sería su destino lo supo poco antes de subirse al avión en Chipre, la primera etapa del destierro al que él y otros 12 palestinos habían sido obligados para acabar con una de las crisis más importantes del conflicto israelí-palestino. Una crisis olvidada, superada en intensidad y consecuencias por las que vinieron después: el asedio de 39 días de las tropas israelíes a la Basílica de la Natividad de Belén.

Israel había lanzado la Operación Muro Defensivo en las principales ciudades de Cisjordania en plena Segunda Intifada para acabar con los ataques a colonos y con los atentados suicidas que se habían multiplicado en los meses anteriores. “Había 250 personas refugiadas en la basílica. Los que llevaban armas eran menos de 50. Los religiosos sabían qué estaba ocurriendo y que, tras dos días de combates y bombardeos, había que hacer algo con los heridos, porque las fuerzas de ocupación no dejaban entrar a las ambulancias. Abrieron la basílica y nos dieron todo lo que tenían. A pequeña escala, vivimos lo que está sufriendo hoy en día Gaza. Los métodos de castigo de la ocupación israelí siempre son los mismos. Lo primero que nos hicieron fue cortar todos los suministros fundamentales: agua, medicamentos, luz. Es lo que estamos viendo en Gaza, un castigo colectivo a toda la población civil con la excusa del terrorismo”, dice Abayat, sentado al lado de una enorme bandera palestina que ocupa toda una pared del lugar que en estos años se ha convertido en su segundo hogar, la Casa Palestina de Zaragoza, que él fundó junto a otros compañeros en un local de la calle Tarragona, en la zona sur de la capital aragonesa.

Son los días previos a una de las grandes manifestaciones contra la guerra en Gaza y en los locales hay un trajín de activistas y voluntarios. Para todo el mundo es Ibra, el hombre bromista, con su kufiya perennemente atada al cuello, que estos días esconde una cara marcada por el cansancio detrás de una sonrisa. Desde el 7 de octubre, no ha habido descanso. A las noticias que llegan sin parar, al dolor que causan las imágenes que recibe por mensajes y a través de las redes sociales, se suma el trabajo para organizar y promover la movilización, aquí y en el resto de España.

Este es Ibra, ahora. Cuando la grabadora se enciende para la entrevista que durará más de tres horas y media–, el gesto de la cara se endurece, con un ceño fruncido de concentración, pero también de indignación, frustración y rabia. Entonces su cara, a pesar de las dos décadas que han encanecido su pelo y su barba azabache, vuelve a ser la de aquel hombre de 29 años que llegó a España con lo puesto, cuando se fraguó el acuerdo con la Unión Europea para acabar el cerco de la Basílica.

Para Israel era un terrorista, para la UE un exiliado por razones excepcionales. “A mí me daban dos alternativas: salir muerto o entregarme con las manos arriba y una bandera blanca para ir a la cárcel, algo imposible. Si crees en tu causa, luchas hasta sacrificar tu vida, no vas a retroceder y aceptar las condiciones que te pone tu verdugo, el que ha maltratado a tus padres y a tus abuelos. Generación tras generación. Pero luego llega esa otra solución, que no había salido de la fuerza de ocupación. Había que tener en cuenta que en toda Belén había toque de queda y toda la población estaba sufriendo igual o más que nosotros. Había que intentar aflojar el asedio a la ciudad entera”.

Después de un fallido intento del Ejército israelí de entrar en la Basílica con sus fuerzas de élite, que acabó con cuatro de sus soldados muertos, empezaron las negociaciones. “Al principio querían que los desterrados fuéremos tres. Aceptamos. Subieron a seis. Luego a 13. También aceptamos. Luego pidieron 39, que creo que fue un número elegido al azar, un nombre por cada día de asedio, porque realmente deportaron a gente que no tenía mucho que ver con la resistencia. Era completar aforo”. Trece tenían que ir a Europa, otros 26 a la Franja de Gaza.

Nos habían dicho que esto iba a durar un año, hasta que se calmaran las cosas. En mayo serán 22.

Pasó los primeros meses en un pueblo cerca de Soria, junto a los otros dos desterrados acogidos por España. Luego, recaló en Zaragoza, donde después se reunificó con su esposa, una mujer jordana con la que se casó por poderes en 2005. Sus cuatro hijos –un chico y tres niñas– han nacido aquí. “Al principio tenía que firmar todos los lunes en la comisaria. Nos habían dicho que esto iba a durar un año, hasta que se calmaran las cosas. En mayo serán 22. Durante los primeros 16 tuve que renovar la residencia cada año. En 2018 me dieron una de cinco años, de residente de larga duración. Hasta entonces no podía trabajar. ¿Y de repente, con cerca de 50 años, quién te va a contratar?”.

Hasta 2020 el Estado español se encargaba, a través de Cruz Roja, del pago de la vivienda y de los gastos corrientes. “Luego, al dejarnos prácticamente sin nada, la Autoridad Palestina se tuvo que hacer cargo, como hace con los presos palestinos y sus familias”.

En la conversación, el pasado y el presente se entremezclan, mientras cada poco rato los dedos nudosos de Abayat arman y encienden un cigarrillo de tabaco de liar. Rebobinar la historia de su vida es recordar lo que ha pasado en los territorios palestinos en las últimas dos décadas.

El nombre de Abayat era el primero en la lista de milicianos de los que Israel pedía la deportación. Para las autoridades israelíes era el jefe en Belén de las Brigadas de los Mártires de Al Aqsa, el brazo armado de Al Fatah, surgida al calor de las protestas que siguieron tras el paseo del entonces primer ministro israelí, Ariel Sharon, en la Explanada de las Mezquitas de Jerusalén (el tercer lugar más sagrado para los musulmanes). A Abayat le imputaban la responsabilidad de la muerte de tres israelíes o de un coronel del Shin Beth, los servicios secretos interiores de Israel. Las crónicas que anunciaban su llegada a España le definen como “el palestino de Belén más perseguido por Israel” o “un hábil artillero”.

De las fotos de entonces le queda su pañuelo palestino y la mirada firme y velada de tristeza. “Acusaciones han puesto un montón, sí. Pero yo no maté al coronel ese, porque al que le mató lo asesinaron. Me han puesto como rambo, porque si te dicen que han deportado a un chaval de veinte y tanto, la gente va a decir ‘qué cabrones’, pero si me pintas así tienes una imagen de un hombre horroroso, criminal, sin corazón. ¡Y una mierda lo de buen artillero! Teníamos tres o cuatro morteros y los lanzamos, sí. Con el último murió un compañero porque lo hacíamos con un tubo de hierro, de mala manera”, dice. También rechaza el título de jefe de las Brigadas en su ciudad, Belén. “Realmente no es así. Yo estaba allí pero nunca llegué a ser jefe ni mucho menos. Para ser un jefe militar tienes que facilitar material, armas. Y en nuestro caso todos los que llevaban alguna arma la compraban de su bolsillo, a veces vendiendo algún cacho de tierra para comprar una metralleta”.

Él se hizo con un rifle en agosto de 2001. Era un M-16 que había comprado a un árabe-israelí. Cuando se lo entregaron, un amigo suyo se lo quitó de las manos porque quería probarlo primero, y saltó por los aires. Abayat se salvó de milagro. No era la primera vez. El 9 de noviembre de 2000, en el primero de los asesinatos selectivos con proyectiles disparados por helicópteros de Israel para eliminar a los jefes de la lucha armada, había muerto su primo Hussein Abayat, que encabezaba en aquel momento las Brigadas. “Íbamos en dos coches separados, yo iba detrás. Me salvé porque cuando cayó el mísil una vecina se me paró delante y me tocó a la ventanilla”. Poco después murió en otro ataque su otro primo Atef que había tomado el relevo en el grupo.

Abayat se había unido a las Brigadas unos meses antes, siguiendo lo que habían hecho otros miembros de su familia, una de las más importantes y grandes de Belén. Hasta 35 miembros han muertos a lo largo de los años por el conflicto. Antes de sumarse a la milicia, Abayat había pertenecido a las fuerzas de seguridad de la entonces neonata Autoridad Palestina, cuya creación se estableció en los acuerdos de Oslo de 1993, un momento que marcó un antes y un después también en su vida. Lo recuerda bien porque acababa de salir en libertad después de un año y medio en las cárceles israelíes.

Menores en la cárcel

Le habían detenido con algo menos de 17 años, durante la Primera Intifada. “Es el peor sitio en el que uno puede estar. A los pequeños –de 12 y 13 años– los ponían en una sección y a los que teníamos más de 16 o 17 años ya con los adultos. Pero la mayoría era gente joven. A mí me arrestan después de la detención de unos compañeros. La gente bajo tortura dice de todo. Yo sólo sufrí tortura psicológica. Te encerraban en un armario de pie, donde no había espacio y una vez que cerraban las puertas quedabas aplastado. Dormías de pie como los caballos. Y te metían un saco asqueroso en la cabeza que olía fatal. También te podían dejar en el patio al frío sin ropa”.

Fue en la cárcel, dice, donde aquello de tirar piedras dejó de ser “el juego de unos críos en busca de adrenalina”. “Allí empiezas a situarte, a entender la gravedad de la situación. Conoces a gente realmente luchadora, que lleva años antes que tú en la cárcel. Te das cuenta de que no eres el primero que va sufriendo por su causa, sino que hay generaciones que han sufrido lo mismo. Algo que se repite desde la Nakba de 1948 y, luego, en el '67 y hasta el día de hoy”. De no haber pasado por las prisiones israelíes, reconoce, igual su camino hubiera sido otro, igual no le hubiera conducido hasta Zaragoza.

En el tiempo en el que estuvo detenido, aprendió hebreo. Lo hizo para entender y contestar a los insultos, para responder a las humillaciones, para reaccionar. Lo mismo que años después le empujó a sumarse a las Brigadas. “Yo salí de allí mucho más activista. Pero justo se acababan de firmar los acuerdos de Oslo y el intento de proceso de paz. Nos engañamos a nosotros mismos, lo intentamos. Los palestinos optaron por la vía no violenta, resolver el problema a través de la comunidad internacional. Con poco margen, porque los acuerdos nos daban el 20 por ciento del territorio histórico de Palestina, pero aun así lo aceptamos, por el deseo de paz. Arafat tendió la mano. Llegamos a aceptar lo inaceptable. Y asesinan a Isaac Rabin, el que había firmado estos acuerdos. Ahora el mundo nos acusa a nosotros de no sé qué... ¿Qué más podemos hacer para demostrar al mundo que queremos una solución, pero una solución digna, una solución que nos permita tener lo nuestro y ejercer nuestros derechos?”. 

La conversación se interrumpe unos minutos. En el local de la Casa Palestina entra un vecino que pregunta si se hacen envíos a Gaza, porque quisiera donar una silla de ruedas. “Ahora no, pero más adelante, seguro, sí. Harán falta sillas de ruedas y muletas, y más cosas desafortunadamente”, le contesta Abayat con tono amable.

En la sala de Casa Palestina, desde hace unas semanas, junto a la bandera palestina también cuelga una de Sudáfrica. “El gesto de Sudáfrica para nosotros es el orgullo de la humanidad contemporánea. Sudáfrica, con su actuación efectiva, no solamente palabras, ha llevado a los criminales del Estado sionista ante la Corte Internacional. Es fundamental, porque si no los palestinos perdemos la esperanza en toda la humanidad. Alguien tiene que parar esto”.

De lo que está ocurriendo desde 7 de octubre, hay algo que irrita profundamente a Abayat y es que a los palestinos se les exija condenar el ataque de Hamás. “Yo condeno a Israel. Condeno las masacres que ha cometido durante décadas. El mundo no nos vio como seres humanos, no nos vio como personas. A las víctimas israelíes sí las ve como seres humanos”.

Cuando se le pregunta si cree que Hamás ahora mismo tiene apoyo en Gaza o en el resto de Palestina, contesta: “No me gusta concretar el problema con Hamás, porque el que está sufriendo es el pueblo palestino. Hamás está ahí, más o menos protegido, como todos sabemos. Quien no está protegida es la población civil palestina. No hay un refugio en toda la Franja de Gaza para nuestros hijos y nuestras hijas ahí que están muriendo aplastados y están quedando debajo de los escombros. Hamás era nuestro adversario político pero no podemos negar que son parte del pueblo palestino, no es porque tienen una ideología religiosa y es fácil tacharlos de terroristas, terrorismo internacional, y es muy fácil asociarlos a no sé qué, no sé cuánto. Lo que están haciendo en ese sentido es resistir, resistir a una ocupación, de malas maneras, sí, de malas formas, pero…”.

El legado de Arafat

Para Abayat ahora, ante todo, la prioridad es mantener unido al pueblo palestino. A sus espaldas, en la pared, cuelga una foto del histórico líder de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP), Yasser Arafat, que defendió esa unidad. “Israel sabe perfectamente que apoyó la creación de Hamás para combatir a la gente laica, a los partidos que contrarrestaron aquel lema de ‘una tierra sin pueblo para un pueblo sin tierra’ del que surgió el Estado de Israel. ¿Quién dio a conocer la entidad del pueblo palestino? ¿Quién lo hizo? Lo hizo Arafat y los partidos que forman la OLP. El mundo empezó a reconocer que había representación de los palestinos en el ‘74, cuando [los países no alineados] invitaron a Arafat a las asambleas de las Naciones Unidas y dio aquel discurso famoso en el que dijo: ”Vengo con un fusil en la mano y una rama de olivo“. No dejen que caiga la rama de olivo”.

El pueblo palestino es un pueblo pacífico. Pero este pueblo pacífico también tiene dignidad. En Ucrania se habla de la heroica resistencia ucraniana.

Y sigue: “El pueblo palestino es un pueblo pacífico al cien por cien. Pero este pueblo pacífico también tiene dignidad. En Ucrania se habla de la heroica resistencia ucraniana. ¿Por qué presumen de la resistencia ucraniana cuando tienen un Ejército y el apoyo de todo el mundo, y no presumen de una resistencia de un pueblo sometido a la ocupación, un pueblo oprimido que no tiene ningún medio para resistir? Resistimos con piedras, con cualquier cosa. Una generación tras otra. Y lo que está haciendo Israel hoy en día es quitarnos de la mente cualquier posibilidad de convivir con ellos. Quien te masacra de esta manera y castiga a niños, mujeres, ancianos, toda la población sin distinciones, es que no quiere convivir contigo. Y, sin embargo, aun así, seríamos capaces de hacerlo”.

“Castigo” es, junto con “resistir”, la palabra que más se repite en la conversación. Es también la que Abayat elige para definir estas dos últimas décadas en España. “Aunque las palabras no ayudan. Porque dentro de este castigo, aquí he conocido a gente que realmente merece la pena. ¿Cómo sería mi vida sin haber conocido a esta gente? Es una mezcla de sentimientos. Pero si pudiera, regresaría mañana”. 

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