El mundo que se avecina: del intervencionismo expansionista a la “diplomacia de amiguismo” en la nueva era Trump
2026 consagrará la máxima de la ley del más fuerte. Arrecia la competición por los recursos. Pero también la carrera global por diversificar alianzas. El retorno de Donald Trump a la Casa Blanca marcó el inicio de una nueva era en la instrumentalización de la coerción económica y tecnológica, y ahora veremos quién se adapta mejor a este nuevo orden caótico. En el fragor de la resaca arancelaria, del intervencionismo expansionista y la transaccionalidad, asistiremos a una aceleración de la reconfiguración global de las conexiones comerciales, financieras y geopolíticas. Y todo ello, en pleno derribo de los marcos de gobernanza y de la legalidad internacional por parte de grandes potencias, que aumenta el riesgo de agresiones oportunistas, o incluso de errores de cálculo.
2025 se cierra con una acumulación militar en el Caribe sin precedentes en las últimas décadas. La Administración Trump ha emprendido ataques militares extrajudiciales contra supuestas narcolanchas en el Caribe y el Pacífico; ha desafiado con intervenir militarmente en México y Colombia, o con tomar el control del canal de Panamá; y ha puesto precio a la caída del líder venezolano Nicolás Maduro. Sus refriegas militares han llegado incluso hasta Nigeria, país al que acusa de violencia religiosa.
No estamos ante simples episodios de la llamada “diplomacia del cañonero”. Trump simboliza la creciente ola de Estados que se sitúan al margen de la ley. En plena desintegración del multilateralismo, el retorno de las esferas de influencia se defiende a cañonazos, como ocurre en Ucrania, Gaza o Cisjordania.
La impunidad ha convertido el intervencionismo militar en un instrumento más al alcance de gobiernos o actores internacionales dispuestos a hacer uso de una violencia cada vez más desregulada. No es un recurso exclusivo de las grandes potencias. Cada vez son más los países tentados a sacar rédito mediante la fuerza. 2025 nos deja una serie de conflictos de estallido rápido, contenidos en territorio y duración, con objetivos poco certeros, pero que llevan a una escalada militar breve y a un acuerdo de cese de hostilidades apresurado y endeble: desde la ofensiva de las milicias M23 apoyadas por Ruanda contra la República Democrática del Congo (RDC) en enero; a la escalada entre India y Pakistán en la región de Cachemira en abril; los intercambios de misiles durante una semana entre Pakistán y Afganistán en octubre; o el conflicto fronterizo entre Camboya y Tailandia reavivado en diciembre.
La privatización de la paz
En 2026 volveremos a hablar de paz y de diplomacia, pero en términos muy distintos.
La diplomacia tradicional ha sido sustituida por acuerdos entre magnates. Es una “diplomacia de amiguismo” al servicio de lucros particulares. El primer aviso llegó con la idea peregrina de un Trump recién reelegido de comprar Groenlandia, una propuesta que ya revelaba su visión de una política exterior que concibe la diplomacia como una transacción y la soberanía como una propiedad negociable. Una obsesión que ha vuelto a la agenda de la Casa Blanca al finalizar el año.
El nuevo orden trumpista refuerza la tentación de reducir las negociaciones de paz a un mero ejercicio de conflicto de intereses y, en muchos casos, no se trata de los intereses de las partes enfrentadas, sino los del propio negociador. En el mundo de la transaccionalidad, la paz se ha convertido en un activo con rédito económico. Pero, ¿quién monetiza la paz?
Los oportunistas del nuevo orden han hallado acomodo o incluso coyunturas favorables para ganar influencia geopolítica, ya sea desde la afinidad ideológica o desde un pragmatismo desacomplejado
Esta nueva concepción de la mediación se acompaña de acuerdos comerciales. No se trata de ir a la raíz de los conflictos ni de intentar superar agravios históricos, sino de crear espacios que favorezcan el desarrollo económico y las inversiones extranjeras. En Gaza, en la República Democrática del Congo, o en el acercamiento entre Azerbaiyán y Armenia, por ejemplo, la mediación internacional se acompañó de suculentos acuerdos en favor de grandes empresas privadas. No se trata solo de Estados Unidos, las grandes fortunas del Golfo Pérsico se afianzan como los nuevos mediadores en la búsqueda de una paz estratégica y con intereses regionales y globales. En 2025, Qatar, Arabia Saudí y Emiratos Árabes Unidos se involucraron en las negociaciones entre Ucrania y Rusia, Pakistán y Afganistán, Azerbaiyán y Armenia, la RDC y el M23, Rusia y Estados Unidos y, en Gaza.
De aquellos “dividendos de la paz” que Occidente popularizó terminada la Guerra Fría para apoyar una desescalada militar, que ofrecía ganancias en crecimiento económico y recursos para el bienestar social, recorremos ahora el camino contrario, y de manera acelerada. No solo por el rearme al que asistimos, sino porque la transaccionalidad que impregna los acuerdos recientemente negociados engrosa, en primer lugar, manos privadas y a regímenes autocráticos.
En este contexto, los oportunistas del nuevo orden han hallado acomodo o incluso coyunturas favorables para ganar influencia geopolítica, ya sea desde la afinidad ideológica o desde un pragmatismo desacomplejado. En plena crisis del multilateralismo, personajes como Trump, Erdogan, o Xi Jinping, y países como Qatar, Arabia Saudí o Emiratos Árabes Unidos se han atribuido la función de ser los nuevos brokers del poder.
La industria armamentística, beneficiada
Otra gran beneficiada de este nuevo orden es la industria armamentística. Los ingresos procedentes de la venta de armas alcanzaron en 2024 un total de 679.000 millones de dólares, la cifra más alta desde 1989. Las empresas militares estadounidenses se llevaron el 49,19% de los beneficios globales, y las europeas un 22,24% de los ingresos totales. Pero estas cifras no incluyen la emergencia de nuevas industrias militares, como la inversión en el desarrollo de aplicaciones de IA, destinadas a la toma de decisiones o a la identificación de objetivos. Según estimaciones de EuroDev, el gasto militar en IA podría superar los 30.000 millones de dólares en 2028, con Estados Unidos y China a la cabeza.
En 2026 se intensifica el rearme tecnológico. El uso de drones ya ha registrado una explosión en contextos de conflicto, más allá de Ucrania y Gaza: desde episodios de violencia criminal en Haití o Colombia, hasta situaciones de desestabilización híbrida en Europa. En Asia, por ejemplo, los drones están redefiniendo la escalada militar entre Pakistán e India; su presencia es continua en el Mar de China Meridional, y son cruciales en el desarrollo de la guerra civil en Myanmar. La robotización de la violencia por control remoto está cambiando la guerra, propiciando una nueva carrera por los drones. Según datos del Atlantic Council, China domina alrededor del 80% del mercado global de drones, tanto en su producción final como en la fabricación de sus componentes. Incluso la Unión Europea, con la puesta en marcha de su Plan para la preparación en materia de defensa, espera dar el pistoletazo de salida, en los primeros seis meses de 2026, a dos de sus cuatro proyectos insignia: la Iniciativa Europea de Defensa contra Drones y la creación de una vigilancia del flanco este.
Se va reforzando la idea de que la hegemonía de las grandes tecnológicas ha alimentado un 'capitalismo con esteroides'
Todo este proceso de militarización entraña, además, un cambio profundo en la relación entre mercado y Ejército. Hoy en día, las grandes empresas de tecnología de defensa conservan el control exclusivo sobre los sistemas basados en datos, fundamentales para las operaciones militares. Sus tecnologías no se transfieren simplemente al Estado, sino que son las empresas las que se integran en la arquitectura de la toma de decisiones relacionadas con la guerra. Actores tecnológicos como la compañía estadounidense Palantir, por ejemplo, están incrustadas en la economía de guerra de Ucrania. Y no es el único caso. Bajo la bandera de la “tecnología patriótica”, los expertos alertan de que una serie de empresas e inversores están “privatizando la soberanía” estadounidense.
La socioeconomía del miedo
El crecimiento económico mundial ha dado muestras de una notable resistencia en 2025, a pesar del vendaval Trump. Sin embargo, las proyecciones apuntan a un estancamiento, en 2026, y es probable que el miedo y la volatilidad impacten, todavía más, en las agendas económicas y sociales. En este contexto, 2026 pondrá a prueba la resistencia de unas sociedades bajo el peso de la incertidumbre y de la erosión del bienestar.
Para empezar, todo este desarrollo tecnológico ha disparado la tensión entre la concentración de beneficios y los costes sociales. En Estados Unidos, el sector tecnológico acapara más del 10% del consumo energético en varias regiones. La IA impacta directamente en los precios de la electricidad. Los hogares estadounidenses están pagando más cara que nunca su factura eléctrica, tras registrarse en 2025 el mayor aumento de precios en casi dos años. Y se prevé que los costos de la energía aumenten aún más en 2026.
Se va reforzando la idea de que la hegemonía de las grandes tecnológicas ha alimentado un “capitalismo con esteroides”. Es un problema de magnitud. Si estas inversiones millonarias se frenan, la economía estadounidense y, en consecuencia, la economía global sufrirán un impacto en su crecimiento. Además, el espejo del modelo chino, que está obteniendo muy buenos resultados con un menor acceso a chips avanzados, señala el talón de Aquiles del desarrollo tecnológico de Estados Unidos.
En la Unión Europea, la cesta de la compra cuesta hoy un 34% más que en 2019, según cálculos del Banco Central Europeo (BCE), y la vivienda se ha convertido en el agujero negro que se traga la mejora de las rentas. En 2026, una UE desorientada estratégicamente, que brega con los obstáculos para impulsar su autonomía estratégica y que se ha visto superada por el uso de la fuerza económica y el menosprecio geopolítico de su principal aliado, está obligada a decidir dónde están los límites de su claudicación. La Estrategia de Seguridad Nacional de 2025 de Donald Trump, publicada en diciembre, redobla el desafío. Por primera vez, una administración estadounidense se fija como objetivo “corregir” la trayectoria política de Europa, fomentar “la creciente influencia de los partidos patrióticos europeos” y se ofrece a “cultivar la resistencia” interna en sus Estados miembros. Trump se erige, así, en el acelerador todopoderoso de las fuerzas desintegradoras que erosionan la UE desde dentro.
Por tanto, en 2026 aumentarán las voces internas a favor de adoptar una respuesta más firme ante estas amenazas, pero al mismo tiempo se incrementará el apoyo a las fuerzas euroescépticas y de extrema derecha, que avanzan inexorablemente en cada convocatoria electoral. La UE se enfrenta a su propio trilema: cómo impulsar el crecimiento económico, contener los enormes déficits públicos y aumentar la inversión en defensa, sin que la austeridad avive aún más el apoyo a los partidos de extrema derecha. Esta tensión se agravará en 2026 con las crecientes dificultades para financiar a Ucrania y la negociación del futuro marco presupuestario para 2028-2034.
Sin embargo, esta sensación de desorden que arrastra al mundo a un reajuste forzado es menos caótica y volátil que la incertidumbre que provoca. Es un replanteamiento global del orden internacional con agenda propia: involución en el terreno de los derechos, fragmentación en las relaciones comerciales, y desconfianza en la gobernanza multilateral. En 2026 las cartas ya están sobre la mesa. La incertidumbre comercial y política es la nueva normalidad. Empieza un año que pondrá a prueba los límites y los instrumentos para lidiar con una geopolítica brutal.
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Carme Colomina Saló es investigadora sénior en Barcelona Centre for International Affairs (CIDOB).
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