Los museos ya no quieren ni el dinero ni el nombre de la familia Sackler
Al entrar en una sala del Museo Metropolitan de Nueva York (Met), puede que muchos visitantes ni se fijaran en el letrero que anunciaba que estaban en el “Ala Sackler”. No se les puede culpar. Llama más la atención el templo egipcio de más de 3.000 años, transportado piedra a piedra hasta Nueva York y remontado junto a un espectacular ventanal para que le dé toda la luz de Central Park. El templo sigue allí, pero desde hace unos días el letrero no. Aunque probablemente los turistas sigan sin fijarse, su desaparición es una pequeña victoria para el medio millón de estadounidenses que han muerto por una sobredosis de medicamentos opiáceos. Entre ellos, el fármaco que hizo tan ricos a los Sackler, el OxyContin.
El museo es el último de los templos mundiales de la cultura que, tarde y a regañadientes, se ha quitado de encima el nombre de los Sackler. Hace ya dos años que el Louvre en París rebautizó su Ala Sackler de Antigüedades Orientales y el Museo Judío de Berlín también ha cambiado de nombre su escalera Sackler. Pero incluso al dar este paso, el Met lo ha hecho sin levantar muchas ampollas, con su director alabando “el generoso gesto de los Sackler” de no poner pegas y recordando que la familia “ha sido uno los benefactores más generosos” de la historia de la institución.
Tanta adulación solo resalta la compleja relación de muchos grandes museos con el selecto grupo de multimillonarios que están dispuestos a gastar dinero en arte y no para colgarlo en sus salones. Hace medio siglo los hermanos Sackler donaron al Met el equivalente a 16 millones de euros de hoy en día para construir el ala que llevaba su nombre. Es difícil que los responsables del museo no se hayan preguntado si la próxima vez que necesiten traer un templo egipcio en Nueva York, el millonario de turno recordará que al anterior que puso dinero le borraron el nombre cuando la cosa se torció.
Lo de los Sackler, eso sí, ya no tiene arreglo. Incluso las instituciones que se han negado a rebautizar sus salas o ascensores, como el Museo Británico o la Tate Modern en Londres, ya no aceptan su dinero. La implicación de artistas como la fotógrafa Nan Goldin, que estuvo cerca de morir por una sobredosis de opiáceos y ha protagonizado protestas espectaculares en varios grandes museos, han hecho imposible para cualquier gran institución del mundo del arte seguir recibiendo dinero de los Sackler.
Las mentiras del negocio familiar
Los tres hermanos Sackler se criaron en Brooklyn, Nueva York, hijos de inmigrantes judíos polacos. Los tres se hicieron médicos y compraron la pequeña farmacéutica Purdue en 1952. Sin embargo, la verdadera especialidad del hermano mayor, Arthur, no era tanto la ciencia como la labor comercial: antes de trabajar en Purdue ya anunciaba medicamentos usando tarjetas de visita de médicos que no existían y tenía en nómina a un alto cargo de la agencia del medicamento para que le ayudara con las promociones. También “enganchó” a millones de estadounidenses que no tenían patologías psiquiátricas a los tranquilizantes, sin hacer siquiera un estudio de si creaban adicción. Todas las prácticas que años después, ya muerto Arthur, repetirían sus hermanos y sus sobrinos con el OxyContin.
A principios de los 90, Purdue necesitaba desesperadamente un pelotazo. La patente de uno de sus medicamentos más exitosos iba a caducar y eso iba a dejar un agujero importante en las cuentas de la empresa. Desde luego lo logró con el OxyContin, que se promocionó entre los médicos como un como un remedio revolucionario contra el dolor y era un opiáceo que se podía usar durante largos períodos de tiempo porque tenía un mecanismo que supuestamente reducía la adicción. Así lo certificó un inspector de la agencia estadounidense del medicamento (FDA) que dos años después estaba trabajando de alto cargo para los Sackler.
La campaña de lanzamiento del OxyContin se hizo escogiendo ciudades con mucha población obrera, donde las lesiones laborales y el dolor crónico eran más comunes, y ofreciendo dosis de prueba gratuitas. El objetivo eran los médicos de familia, no los especialistas, a los que los comerciales de Purdue prometían que el OxyContin era “prácticamente no adictivo” y les entregaban estudios, pagados por la empresa, donde se explicaba que si algunos pacientes experimentaban síntomas similares al síndrome de abstinencia no era porque estuvieran desarrollando una adicción, sino porque tenían “dolor no aliviado” y eso se solucionaba con dosis mayores. Un negocio redondo.
Cinco años después de ponerse a la venta, la venta de OxyContin le daba a Purdue al año el equivalente a 1.600 millones de euros de hoy. Dado que la compañía no cotizaba en bolsa, sino que era propiedad de la familia Sackler, esta se convirtió en una de las más ricas del mundo y eso les permitió donar aún más dinero. Entre los beneficiarios no solo había museos, también algunas de las mejores universidades del mundo, compañías de teatro o ballet e incluso la restauración de la abadía de Westminster en Londres. Y con todo eso, la fortuna de la familia se calcula todavía en algo menos de 10.000 millones de euros. Que se sepa, no han dado un euro para ayudar a las personas que luchan contra adicciones.
Miles de muertos al año
Mientras tanto, los estragos del OxyContin se siguen haciendo notar. Unos 50.000 estadounidenses mueren cada año por sobredosis de medicamentos opiáceos y 1,7 millones son adictos. Hay lugares donde hasta un 20% de los recién nacidos llegan al mundo ya enganchados por el consumo de sus madres. El mercado negro ha florecido, pero cuando no pueden encontrar dosis, el síndrome de abstinencia les lleva a probar otras drogas: casi la mitad de los estadounidenses que hoy consumen heroína empezaron por medicamentos como el OxyContin.
Hace unos meses, los Sackler se comprometieron a renunciar a la propiedad de la farmacéutica Purdue y a pagar algo más de 3.800 millones de euros para librarse de ir a nuevos juicios. Es menos de la mitad de lo que obtuvieron por la venta de medicamentos opiáceos. Según el acuerdo, no tenían que asumir ninguna culpa ni disculparse con las víctimas, pero no podrían ponerle su nombre a ningún espacio cultural durante años. Pero este jueves un juez de Nueva York anuló el acuerdo que garantizaba que los Sackler no tendrían que enfrentarse a otras denuncias. La fiscalía de varios estados también va a recurrir para exigir más responsabilidades.
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