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Opinión

El escándalo de Oxfam procede de la mentalidad del salvador blanco de la industria humanitaria

Un grupo de niños se sientane en la terraza de una casa dañada por el terremoto de 2010, frente al campamento de Jean Marie Vincent donde todavía residen, en Puerto Príncipe, Haití./ Fotografía: Nalio Chery (AP)

Afua Hirsch

Hace un siglo, los médicos empezaron a prestar atención a una enfermedad inquietante que afectaba a los hombres blancos en los trópicos. Estos hombres, trabajando duro para construir imperios y civilizar a la población nativa, sufrían una especie de crisis nerviosa: una enfermedad misteriosa tan extendida que causaba tantas bajas médicas como las enfermedades más conocidas, como la malaria. Entre los síntomas estaban la incompetencia, melancolía, paranoia, nervios, alcoholismo y perversiones sexuales.

En 1995, Charles Woodruff, doctor del Ejército estadounidense en Filipinas, llegó a la conclusión de que estos hombres sufrían “neurastenia tropical”. Como diagnóstico, responsabilizaba directamente al trabajo civilizador en lugares no civilizados y al calor y la humedad. Los funcionarios coloniales estaban trabajando demasiado y a la vez eran privados de distracciones importantes como el “té de las cinco de la tarde” y los “bailes de salón”. Como resultado, sucumbían a la tentación de tener relaciones sexuales con los nativos.

Como ha señalado el historiador sobre el colonialismo Kim Wagner, en India “la brutalidad británica se podía explicar e incluso justificar por el clima, el cansancio físico y, finalmente, por el salvajismo atribuido a sus víctimas indias”.

Durante más de medio siglo, la neurastenia tropical ganó terreno. Es fácil ver su atractivo. Se aprovechaba de la masculinidad y la pureza y superioridad de la raza blanca y culpaba de los fracasos del supuesto proyecto moral del imperio al clima local y a la población, en lugar de a los colonos.

La teoría pasó de moda tras la Segunda Guerra Mundial, pero hasta hoy en día nuestra idea de los países que reciben asistencia humanitaria sigue estando profundamente arraigada en el mismo pensamiento colonial. Vemos los países en apuros pertenecientes a antiguos imperios europeos como si estuvieran lejos de los valores “civilizados” y donde “la mayoría de nosotros no pondría un pie”, tal y como tuiteó, generando polémica, la historiadora Mary Beard el pasado fin de semana en relación al escándalo de abuso sexual de Oxfam.

Cualquiera que entienda el significado del papel de Haití durante la Ilustración –el abolicionista francés Abbé Henri Grégoire veía la república de Haití, y no a Estados Unidos, como faro mundial y guardián de los ideales revolucionarios– no puede evitar fijarse en la ironía que supone ver a Haití de esta manera.

Nuestra ignorancia y prejuicios hacia países como Haití son algo público y notorio desde hace tiempo. Las organizaciones humanitarias se han presentado abiertamente como los salvadores blancos. Es claramente visible una mentalidad tóxica y explotadora: en las imágenes deshumanizadoras de los niños en campañas de recaudación de fondos, en el lenguaje que han implantado los extranjeros en la propia geografía de los lugares donde trabajan.

Cuando trabajé hace 15 años en organizaciones de desarrollo en África occidental, recuerdo escuchar que llamaban a la capital de Sierra Leona, golpeada por la guerra, Freaktown (ciudad rara), en lugar de Freetown. En Chad escuche que apodaban Satán a Kome, la región productora de petróleo llena de bares y prostitutas para los trabajadores extranjeros.

Ahora que el goteo de revelaciones de abusos sexuales y explotación contra organizaciones humanitarias británicas se ha convertido en inundación, se puede aprender mucho del lenguaje utilizado: el hecho de que a las supuestas víctimas del personal de Oxfam en países como Haití se les llame “prostitutas menores”, cuando en realidad la gente que tiene relaciones sexuales con menores por debajo de la edad mínima legal son violadores.

También escuchamos mucho cómo se describe a las mujeres a las que los trabajadores humanitarios pagaban a cambio de sexo como “trabajadoras sexuales” sin entender el contexto. En países donde las organizaciones humanitarias tienen una presencia permanente grande, la gente que vive a su sombra ha sido condicionada a creer que estas organizaciones están ahí para ofrecerles ayuda.

Por ejemplo, todo el mundo en Accra, Ghana, sabe dónde están las oficinas de Save the Children; en Liberia, prácticamente todo el mundo te puede llevar a la sede de Médicos Sin Fronteras. Estas organizaciones son visibles y ostentosas, con caros vehículos 4x4 de marca y ofreciendo a los locales la posibilidad de un empleo excepcional, permanente y lucrativo.

En mi experiencia, especialmente tras una catástrofe, cuando los extranjeros son en ocasiones la única fuente de recursos, las mujeres buscan en ellos cualquier ayuda que puedan conseguir. Lo que ahora sale a la luz es que supuestamente se ofrecieron ayudas económicas a cambio de favores sexuales. Esta es una transacción obviamente desigual y explotadora.

Todos hemos sido condicionados para creer que las organizaciones benéficas y humanitarias operan en un vacío sin civilizar. Es difícil recalcar cuánta influencia tienen las grandes ONG sobre la información que recibimos. Hoy en día, pocos medios de comunicación pueden permitirse el coste de enviar a corresponsales a zonas de crisis sin su ayuda.

Como resultado, las noticias que consumimos están condicionadas bajo el prisma del trabajo de ayuda humanitaria, donde los civilizados ayudan a los no civilizados –y si los que ayudan se convierten en unos pervertidos, ¿qué cabe esperar en un ambiente así?–.

Las revelaciones sobre abusos y mala conducta sexual –que llegan con mucho retraso– han provocado una combinación deprimente de neurastenia tropical y falsa indignación moral. Y digo falsa porque esto realmente es una cuestión de dinero. Nuestro interés en estas organizaciones se basa en que han recibido millones de euros de los contribuyentes británicos. Esta ha sido nuestra principal preocupación, en lugar del bienestar de las víctimas.

Al mismo tiempo, hemos permanecido impasibles ante los miles de incidentes de abusos sexuales de los cascos azules que han salido a la luz en la última década, incluida una trama de violaciones a cambio de comida en República Centroafricana, otra de abuso sexual a menores en Haití, ataques sexuales habituales a niñas de 12 años en Liberia y otros incidentes cuya depravación es difícil de comprender –como cuando un grupo de cascos azules supuestamente ató a cuatro chicas jóvenes y les obligó a tener relaciones sexuales con un perro–.

Lo que todavía esta por ver es hasta qué punto los viajeros de negocios británicos y de otros países han apoyado las economías en desarrollo a través de la prostitución. Existen pocos datos, si es que los hay, sobre este asunto, pero he visto una y otra vez a hombres blancos con mujeres claramente menores de edad en hoteles y bares por todo África, Asia y el Caribe. Nunca he llegado a comprender cómo esto se ha normalizado.

Las organizaciones internacionales, aunque con retraso, están ahora asumiendo responsabilidades básicas, como las medidas que está implantando Oxfam para llevar a cabo investigaciones independientes y volver a estudiar casos pasados. El director ejecutivo de Oxfam Reino Unido, Mark Goldring, ha pedido disculpas esta semana ante una comisión parlamentaria por las acciones de su personal.

En cuanto a la idea subyacente, según la cual los trabajadores humanitarios ven los países pobres como un vacío moral en el que comprar sus placeres al tiempo que nosotros nos compadecemos de ellos porque trabajan en situaciones difíciles, no cambiará hasta que entendamos por completo los fundamentos coloniales sobre los que se basan algunos comportamientos.

Traducido por Javier Biosca Azcoiti

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