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EN PRIMERA PERSONA

Soy periodista en Kiev y no reconozco mi ciudad: gente cavando trincheras, colas para alistarse y el metro de refugio antibombas

Columnas de humo sobre Kiev, Ucrania.

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En cuanto el toque de queda se levantó en Kiev, salí con el coche para entender lo que había ocurrido en nuestra capital durante la noche. Durante dos jornadas los residentes no habíamos tenido permitido salir, ni siquiera de día. Se habían detectado “grupos de saboteadores” rusos y había enfrentamientos callejeros por cualquier sitio.

No reconocía a mi ciudad: puestos de control en el casco antiguo, gente cavando trincheras, puentes fortificados y el metro convertido en un refugio antibombas. En uno de los barrios, una multitud de hasta 500 personas haciendo cola para alistarse como voluntarios en la unidad de defensa territorial. “¿Inscriben a todos los que se presentan?”, preguntamos a un joven encargado. “A casi todos, pero no acepto a los menores de 18 años”, respondió. “Y son muchos, no sería capaz de mirar a sus madres a los ojos, yo luché en el Donbás en 2014 y en 2015, así que sé lo que es la guerra”.

El grupo es predominantemente masculino pero había tres mujeres. La más joven era abogada. “Lo que Rusia ha hecho ya a los civiles nos ha hecho reaccionar”, dijo. Su familia vive en una pequeña ciudad en la frontera entre Ucrania y Rusia que ha sido parcialmente destruida. Ella no les ha dicho que había decidido luchar. 

Otra mujer, de unos 60 años, dijo que era enfermera. Su marido se había alistado en las unidades de defensa y ella sentía que tenía que estar con él. La última era una oficial jubilada. Se alistó porque su hijo ya se había unido al ejército ucraniano. “Cuando nuestros abuelos, que recuerdan la segunda guerra mundial, deseaban la paz, no entendíamos por qué”, dijo. “Ahora lo sé”.

Lucha interminable

Las cifras dicen una cosa; la experiencia, otra. El balance oficial es de 331 civiles muertos, según los datos de la ONU del viernes, pero tras más de una semana de combates no hay un solo ucraniano que no conozca a alguien tocado por la tragedia. 

“Esa es mi compañera de clase”, escribió un colega al ver en la portada del periódico The Guardian la foto de Elena Kurilova, herida por la metralla durante los primeros ataques en Chuguev, en la frontera oriental. Kurilova no está bien, no puede ver con su ojo izquierdo, y está empeorando. Su hija ha pasado de usar la cuenta de Instagram como un blog sobre belleza a transmitir en directo imágenes de su madre vendada para demostrarles a los comentaristas rusos de Internet que las heridas son reales, que su madre no miente.

Uno de los pisos destruidos pertenece a una colega de Kiev. Un misil impactó contra su edificio y ella difundió las imágenes. Se queja de lo odioso que era ver las mismas imágenes de su piso en medios de comunicación rusos que las están usando para argumentar falsamente que Ucrania bombardea a su propio pueblo.

“Los que habéis venido a 'rescatarnos', marchaos”, gritó una mujer con un bebé en brazos en la estación central de Kiev. “Estábamos bien antes de que llegarais. Solo marchaos. Lo único que tengo es una mochila y un poco de dinero”. Como las miles de personas que había en la estación, su objetivo era irse a otro sitio, a cualquier sitio. Los trenes ucranianos permiten viajar a todos sin billete, también a los ciudadanos extranjeros, con nuevos servicios de trenes hacia el oeste.

Contamos las horas: 7, 20, 70, 100, 144. Es el tiempo que ha pasado el ejército ucraniano luchando en solitario, el que han pasado sus ciudadanos resistiendo a uno de los ejércitos más poderosos del mundo, reforzado ahora por el apoyo bielorruso. El recuento es solo un símbolo. Para los que son bombardeados, cada hora es como un año.

El objetivo principal de los rusos es la capital, Kiev, y su ejército está luchando por tomarla. Pero la pelea también es encarnizada en muchas pequeñas ciudades con nombres que nunca aparecen en los titulares. Irpín, Hostomel, Bucha también han sido atacadas. Pero no las han tomado.

En Vasilkov, a orillas del río Stuhna, ha sido destruida la escuela donde estudian y se forman informáticos, obreros de la construcción, cocineros y peluqueros. Por fortuna, las 18 personas que se alojaban en la residencia universitaria habían sido evacuadas. La directora de la escuela, Liudmyla Postolenko, caminaba entre los escombros mostrando una sala dañada que había sido renovada poco tiempo antes. “Gracias a Dios todos están vivos”, dijo. “Pero nuestros corazones están rotos, nuestros hijos están llorando... Pero, ya sabes, entre nuestros estudiantes hay trabajadores de la construcción, soldadores... así que la reconstruiremos; lo que tenemos que hacer ahora es preocuparnos por los que están luchando y apoyarlos”.

Fotos para el recuerdo

Dos semanas antes de la invasión, cuando todo se mantenía en calma, viajé a una ciudad del Donbás y me encontré con un amigo: un trabajador humanitario de Kiev, que se había trasladado allí desde el inicio de los combates en el Donbás. Se tomó un día para pasear por la ciudad y “despedirse de los últimos días de paz”. Como muchos, él también confiaba en que el ejército ucraniano, que ocho años antes había logrado defender y tomar las ciudades de la zona, estaba en mejor forma. Aun así, mientras paseaba por una fría pero tranquila ciudad industrial, hacía fotos para el recuerdo. Con cada foto sentía más rabia. No quería aceptar la idea de tener que despedirse de la paz.

Conduciendo por Kiev, he grabado las colas ante las farmacias y las tiendas. En las zonas fuertemente bombardeadas hay escenas surrealistas: la ventana de la oficina de correos lleva cuatro días rota, pero nadie ha saqueado el lugar. Los ordenadores y los paquetes siguen perfectamente en su sitio.

Grabé en vídeo las vallas publicitarias sobre las carreteras. Estaban escritas en ruso. “¡Soldado ruso, detente! ¿Cómo puedes mirar a los ojos a tus hijos? Sigue siendo humano”, decían. “Soldado ruso, ¡detente! No destruyas tu alma por los oligarcas de Putin, vete sin sangre en las manos”. También había detalles de la oferta del ministro de Defensa de Ucrania a todos los reclutas rusos: cinco millones de rublos (40.000 euros) para todo el que esté dispuesto a deponer las armas.

He tomado fotos de edificios al azar: el zoo de Kiev, la ópera, mi antigua oficina. Tal vez un día después hayan dejado de existir.

Resistir

Durante meses, antes de que los aviones de Putin atacaran a Ucrania, los extranjeros me preguntaban cómo era posible que los ucranianos no entráramos en pánico. Yo respondía que no teníamos miedo y que la fuente de nuestra confianza era la creencia de que podemos demostrar a Rusia que, a largo plazo, somos inconquistables.

En los primeros días de la invasión, cuando casi todas las muertes de civiles tenían que ver con ataques aéreos que habían fallado su objetivo, parecía claro que la guerra relámpago del Kremlin no estaba funcionando. Pero los misiles de crucero que mataron a civiles en la Plaza de la Libertad de Járkov, en el nordeste; en los hospitales de Zhytomyr, en el oeste; y en las zonas residenciales de Mariupol, en el sur; demostraron que la estrategia había cambiado. Ahora el plan era aterrorizar a los ucranianos hasta que se rindieran. Y esto es solo el principio.

Viendo el coraje, la unidad, el apoyo y el heroísmo de nuestras tropas, el 90% de los ucranianos cree que Ucrania vencerá. La cuestión es el precio.

Ha sido suficiente una semana para acostumbrarnos a las sirenas y a los refugios antibombas; una nueva realidad en la que no he salido a la calle sin chaleco antibalas. Dentro de unos días tendremos que acostumbrarnos a la vida sin electricidad ni agua corriente. 

Los ucranianos estamos preparados para eso. Pero la pérdida de vidas es algo diferente. Son pérdidas que podrían y deberían haberse evitado. Es algo a lo que nosotros y el mundo exterior no deberíamos acostumbrarnos.

* Nataliya Gumenyuk es una periodista ucraniana especializada en conflictos y asuntos externos, autora del libro La isla perdida: cuentos de la Crimea ocupada.

Traducción de Francisco de Zárate.

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