En tiempos de creciente pacifismo, e incluso antimilitarismo, resulta paradójico el auge de las artes marciales, disciplinas originalmente orientadas a preparar al hombre para la guerra. Sin embargo, no hay una contradicción esencial entre el cultivo de estas artes y el rechazo a la guerra. Más bien puede decirse que ambos enfoques son complementarios.
Aunque el origen de las artes marciales en el Lejano Oriente se retrotrae a los tiempos de Gautama Buda (siglo VI a. c.), en España no se popularizaron hasta los años 70 del siglo XX, a rebufo de la popular serie de televisión 'Kung Fu'. En esa época comenzaron a difundirse por nuestro país el kárate y el judo. Posteriormente han ido extendiéndose una multitud de disciplinas diferentes, cada una con sus características diferenciales, y en nuestros días tenemos una amplia gama de posibilidades. Taekwondo, hapkido, aikido, muay thai, e incluso variantes “atípicas” como el taichi o la capoeira, forman parte de un amplio menú de opciones accesible al público.
Los seres humanos tenemos una agresividad natural, consustancial a nuestro ser y necesaria para nuestra supervivencia. Cuando esta agresividad se desboca puede resultar muy destructiva, llegando a conducir a homicidios, guerras y todo tipo de atrocidades. El miedo, una emoción útil para activar la autodefensa, puede desencadenar la violencia más atroz. Ya decía Yoda, de 'Star Wars', que “el miedo es el camino hacia el lado oscuro”, por lo que la templanza en el manejo de las emociones en general y, el manejo adecuado del miedo en particular, resultan fundamentales para la convivencia pacífica.
En cuanto a la guerra, los antiguos atenienses distinguían entre Ares, dios de la guerra salvaje, de la furia destructiva y la sed de sangre, al que despreciaban, y Atenea, diosa de la estrategia militar, del valor y de las cualidades más nobles que se ponen en juego en el combate, a la que veneraban.
El ideal clásico de guerra consistía en el enfrentamiento ritualizado en campo abierto entre dos contingentes de hoplitas, cuya victoria dependía fundamentalmente de su disciplina y cohesión para mantener su formación en el frente de batalla. Este tipo de combate generaba un número limitado de bajas, reducidas a algunos de los combatientes. Sin embargo, en la práctica, muchas guerras (y en particular la del Peloponeso) se convertían en destructivos enfrentamientos de desgaste que acercaban a los pueblos a su destrucción, tanto a los ejércitos como a la población civil.
En la práctica, Ares se ha impuesto frecuentemente a Atenea, especialmente en las cruentas guerras del siglo XX (y ahora también en el XXI), libradas con armas de fuego, explosivos y hasta armas de destrucción masiva, en las que no se distingue claramente entre el enemigo militar y las víctimas civiles. El horror de estas guerras ha provocado una fuerte reacción antimilitarista.
En este contexto armamentístico, las antiguas artes marciales de oriente han perdido gran parte de su utilidad bélica, pero han podido ser recicladas por la humanidad con un nuevo fin.
La práctica de las artes marciales promueve el desarrollo de fuerza física y mental, resistencia, coordinación motora, conocimiento y percepción del propio cuerpo, control de la respiración, disciplina y capacidad de contener la agresividad o de desplegarla de manera controlada.
Además, la práctica del combate ritualizado y sometido a unas reglas enseña a manejar el sentimiento de miedo, de modo que no lleve a una agresión descontrolada ni a la renuncia a la responsabilidad propia de la situación.
El combate ha provocado que algunas artes marciales se conviertan en deportes que buscan no sólo la excelencia del practicante, sino su superioridad sobre sus rivales. Esta dinámica, sana si se desarrolla con moderación, corre el riesgo de generar la exclusión de los menos capacitados, lo que constituye uno de los puntos débiles de las actividades deportivas en general.
Más allá del ejercicio que implican, las artes marciales suponen un proceso de educación física y mental que favorece el desarrollo del ser humano de acuerdo con los principios que los clásicos atribuían a la diosa Atenea.
Además, la mayoría de las artes marciales se someten a un código ético, el bushido de los samuráis japoneses o alguna otra variante. En una época de crisis moral esto añade un valor social importante. Este código ético rechaza la agresión gratuita y promueve una actitud pacifista, acompañada de la preparación para la lucha si fuere necesaria.
El crecimiento humano que promueven las artes marciales, y su control de la agresividad, pueden acompañarse, como decía antes, de un culto a la excelencia y una dinámica de exclusión de los menos capacitados. Actualmente, esto se ha compensado con el desarrollo de disciplinas adaptadas y orientadas específicamente a discapacitados, como el parahapkido, practicadas en los mismos 'dojos' que el resto de artes marciales, con lo que lo que podía constituir una tendencia a la exclusión se transforma en una dinámica inclusiva.
En definitiva, más allá de la inclusión de algunas de las artes marciales en la lista del patrimonio cultural inmaterial de la humanidad que elabora la UNESCO, creo que todas ellas en conjunto forman parte de nuestra riqueza, de los instrumentos que podemos utilizar para desarrollar nuestro potencial como seres humanos.
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