Caso Strawberry: ¿sin justicia hasta Estrasburgo?
La vergonzante sentencia dictada por el Tribunal Supremo –con un voto particular en contra-, condenando a 1 año de prisión a César Strawberry por escribir seis tuits en la red social, supone un paso más para el descrédito tanto de este Alto Tribunal como de la Fiscalía. Descrédito o falta de credibilidad ante la enorme vulneración de derechos fundamentales que podrían haber cometido.
En primer lugar, resulta aberrante que se hayan modificado los Hechos Probados de una sentencia absolutoria, que se basó en la prueba practicada en su día. Es decir, el Tribunal Supremo, accediendo a la errónea petición del Fiscal, ha revisado la prueba practicada, teniendo a la vista el recurso de este y la contestación de oposición de la defensa. Nada más. Esto estaría permitido en casos excepcionales y cuando lo que se pretende es que se absuelva a un condenado previamente.
Sin embargo, resulta absolutamente irregular, y vulnera el derecho a un proceso justo -Derecho Humano reconocido en nuestro ordenamiento y en todos los Tratados Internacionales que ha suscrito España- que para condenar a quien ha sido previamente absuelto, no se hayan respetado unos mínimos: escuchar al interesado e, incluso, oír a testigos. España, mejor dicho, los tribunales españoles ya han sido condenados por el Tribunal de Estrasburgo por incurrir en la misma vulneración: la del derecho a un proceso justo por no oír al interesado antes de condenarle.
El Tribunal Supremo, con argumentos técnicos más o menos desafortunados –que no caben analizar en este texto- ha encontrado la peor forma de apoyar a la Fiscalía de la Audiencia Nacional en su errática y encendida persecución contra los ciudadanos que, en el ejercicio del derecho fundamental a la libertad de expresión, se expresan en las redes sociales. El camino elegido ha sido saltarse las garantías procesales constitucionalmente reconocidas: el derecho a un proceso justo.
Extraña, por tanto, que el Tribunal Supremo haya revisado la prueba que en su día practicó el tribunal que absolvió a César Strawberry, para condenarle. Extraña desde el punto de vista jurídico y bajo parámetros del cumplimiento de los Derechos Humanos.
Esta sentencia, cuyo ponente es el Magistrado Manuel Marchena, cobija absolutamente todos los desmanes cometidos contra César Strawberry desde que fuera detenido y, lo que es más grave, ampara lo que habrá de suceder: más detenciones, persecuciones y condenas contra los ciudadanos que, en uso de su libertad de expresión, se atrevan a opinar o a contar chistes –por muy malogrados que estos sean-.
Esta grotesca y particular sentencia contradice la propia jurisprudencia emanada del Tribunal Supremo, la que versa acerca del modo en que deberá valorarse la prueba en caso de enjuiciar un delito tan difuso y tan ambiguo como es el enaltecimiento terrorista del artículo 578 del Código Penal.
Tiene dicho en infinidad de sentencias el Tribunal Supremo que, dado que este delito se encuentra en una zona intermedia entre la apología y el derecho fundamental a la libertad de expresión, es obligación de los tribunales realizar una debida labor de contextualización de las expresiones concretas que se enjuicien.
Ni más ni menos es lo que se realizó en el juicio oral: se contextualizaron los tuits emitidos por César Strawberry, se explicaron conforme al momento y lugar en que fueron escritos; se acreditó además que César no sólo no es una persona que jamás haya defendido la violencia, sino que ha escrito muchas letras de sus canciones pensando en las víctimas (contra la violencia machista, contra el abuso infantil, contra la LGTFOBIA…), que ha publicado textos condenando las acciones terroristas…Todo ello, en el marco del universo creativo, satírico y surrealista definitorio del artista.
Toda esta labor de contextualización es necesaria para enjuiciar correctamente los delitos de opinión. Sin embargo, el Tribunal Supremo ha reprochado a la Sala que absolvió a César, justamente, haber realizado dicha labor de contextualización.
¿Saben cuál es el problema? Precisamente este: nuestro insigne legislador introdujo el delito de opinión en el Código Penal, figura abstracta y difusa donde la haya, que exige multitud de opiniones, enfoques y valoraciones que no llevan a ninguna parte. En realidad, cuando se legisla para castigar el derecho a la libertad de expresión se incurre en tales y abismales errores de entendimiento básico, que cualquier cosa que se diga podría valer. El debate acerca de la prueba practicada podría dar lugar a la absolución y a la condena, pues ambas son aspectos de la misma moneda: el sometimiento a juicio penal de una opinión, por muy desabrida que esta sea, por sí mismo vulnera la libertad de expresión. Sin embargo, dados los tiempos que se avecinan, creemos que la despenalización de este delito y otros de opinión nos queda demasiado lejos por ahora.
Por otra parte, no hay que olvidar la ominosa labor de persecución y censura que está llevando a cabo una agonizante institución como es la Fiscalía de la Audiencia Nacional. Sin apenas delitos de terrorismo –afortunadamente-, reducida al papel de persecución de tuiteros y de titiriteros, viene golpeando con despiadado tesón a todo aquel que se atreva escenificar o a expresar la opinión disidente, a fin de preservar un espacio de actuación que va reduciéndose poco a poco.
La Fiscalía de la Audiencia Nacional – a la que ahora se suma la Fiscalía del Tribunal Supremo- parecen acometer una preocupante relectura del artículo 124 de la Constitución, que establece, entre otras obligaciones, que el Ministerio Fiscal se debe a la defensa de la legalidad y a la exigencia de procurar ante los tribunales la satisfacción del interés social.
En este caso, la Fiscalía no solo habría obviado la defensa de la legalidad sino, lo que es más grave, parece haberse posicionado totalmente al margen de la preocupación imperante en nuestra sociedad acerca de la insoportable criminalización del derecho fundamental a la libertad de expresión.
Preocupante es que en un Estado democrático se castigue la opinión con pena de cárcel, pero más preocupante es que instituciones fuertemente consolidadas del Estado inicien juntas un camino de difícil retorno como es el fomento de la represión y el efecto desaliento en el legítimo ejercicio de los derechos fundamentales. Si no lo remedia Estrasburgo.