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Mis alumnas y alumnos de máster

Rajoy y Cifuentes en una imagen de archivo.

Ruth Toledano

Hubo un tiempo en el que hacer un máster era síntoma de estatus: económico, social y académico. Un máster lo hacía la gente acomodada, generalmente fuera de España, se suponía que con un currículo más o menos brillante. El máster era la guinda que coronaba un pastel ya privilegiado. Quienes volvían con un máster de Estados Unidos o de Inglaterra tenían allanado un camino profesional que venía trazado desde las buenas familias, los buenos colegios, las buenas carreras y, se suponía, los mejores estudiantes de todo ello.

Cuando las carreras y los currículos académicos dejaron de ser suficientes para quienes no disponían de privilegios sociales y económicos, cuando las salidas profesionales empezaron a escasear, cuando salir de la Universidad española con un título bajo el brazo empezó a ser sinónimo de camarera o teleoperador, comenzaron a surgir másteres en España y se convirtieron en una necesidad postgrado. Por un lado, el alumnado se vio abocado a engrosar su currículo si pretendía optar a las pocas oportunidades laborales que el mercado le ofrecía: si ahí afuera había que competir duramente por lo poco que había, llevaría ventaja quien tuviera un máster frente a quien careciera de él. Por otro, un alumnado sin expectativas a corto y medio plazo de encontrar un trabajo relacionado con sus estudios pasaba directamente a un máster al terminar la carrera para, al menos, seguir formándose y no dar un parón a su vida que podía alejarlo del horizonte cualificado al que había aspirado tras muchos años de estudio.

Como tutora de Trabajos de Fin de Máster (TFM) me he relacionado con muchos alumnos y alumnas y he conocido de primera mano las circunstancias en las que hacen su máster. La mayoría son personas que a lo largo de un curso académico realizan un enorme esfuerzo por sacarlo adelante. Año tras año, he visto a alumnas y alumnos que han invertido sus escasos ahorros, que han pedido un préstamo bancario o que son financiados por familias sin grandes recursos para poder pagar el máster. Año tras año, he visto alumnas y alumnos que cada viernes han viajado a Madrid desde cualquier punto de España (incluso desde Londres, sufragando los gastos con su trabajo) para asistir a clase esa tarde y la mañana del sábado: viernes tras viernes han llegado a clase arrastrando un troley con una muda y muchas ilusiones.

Año tras año, he visto alumnas y alumnos que se han trasladado desde otros países (principalmente, de Latinoamérica) a vivir con lo justo en Madrid para poder cursar el máster. Año tras año, he visto alumnas y alumnos justificando sus faltas de una asistencia que es obligatoria. Año tras año, he visto alumnas y alumnos que han peleado por adaptar sus horarios de trabajo para poder asistir a clase los viernes por la tarde, así como personas que han visto truncada su ilusión de cursar el máster porque no han conseguido que sus empresas les den ese permiso o les concedan esa reducción. Año tras año, he visto alumnas y alumnos compaginar, no solo esos trabajos, sino también el cuidado de hijos y otras obligaciones con las clases de máster, las tutorías, los ejercicios de cada asignatura, las prácticas externas y, sobre todo, la elaboración de un Trabajo de Fin de Máster exhaustivo, riguroso, que exige y garantiza la especialización. Año tras año, he asistido desde el tribunal a los nervios de su defensa, al ahínco por destacar y obtener nuestro reconocimiento, a propuestas correctas, interesantes, buenas y otras, muy gratificantes, asombrosas por su calidad. Son siempre meses de una entrega por parte del alumnado que, en la mayoría de los casos, tal y como están las cosas, supone un gran sacrificio personal.

En los últimos días he pensado mucho en todas esas alumnas y alumnos de los que he sido tutora. He recordado caras y nombres, he recordado vidas que me fueron contando, he recordado la brillantez de algunas, el tesón de otros, los obstáculos, las ganas. Los he recordado con cariño y admiración, y he sentido mucha rabia y tristeza por ellos. He comparado el esfuerzo que lleva detrás cada uno de sus títulos con el fraude que conllevan los títulos de Cifuentes, Casado y otros miembros del Partido Popular, y me ha indignado la injusticia de esa desigualdad.

Poco queda por decir acerca de las reacciones internas que ha suscitado el escándalo de esos máster, pues nos sobrepasan las mentiras, el deshonroso enrocamiento en la falsedad, el ruin aferramiento al poder, el cierre de filas ante la estafa, los cálculos partidistas que se realizan con hechos delictivos, la estrategia de hacer tiempo para que la enfermedad aguda se cronifique, se enmascaren los síntomas con la vorágine de otra actualidad, se empolven las pruebas en el armario de la costumbre o del hartazgo. Lo que importa ya no es tanto qué va a pasar con Cifuentes o con Casado, si van a seguir ocupando sus cargos públicos y políticos, si van a seguir gozando del respeto y los privilegios inherentes a esos cargos.

Lo que importa es que, en la pretensión del encubrimiento de esos títulos falsos, amañados o engordados, en el aplauso que los impostores han recibido de los suyos, en ese apretar de dientes y aferrarse al minutero hasta que el jefe considere debilitada la crisis, dé su beneplácito al engaño y espere a que cada cual caiga por el peso de su propia porquería (como al final ha hecho Rajoy), lo que importa, digo, es el desprecio que en cada uno de esos pasos se ha demostrado por los alumnos y las alumnas de la comunidad universitaria española. Los gobiernos del PP no solo les han dejado casi sin futuro profesional, no solo les han dibujado un horizonte laboral precario, no solo les han exprimido las expectativas de crecer y les han robado la hucha de las que serían sus pensiones, sino que les han dicho: sois idiotas. Os habéis dejado la piel invirtiendo tiempo, dinero y esfuerzo en vuestros estudios de posgrado: sois idiotas.

Recordando las caras, los nombres, las circunstancias y las vidas de mis alumnas y alumnos de máster, su trabajo, su capacidad, su inteligencia y su ilusión, mi respeto hacia ellos se multiplica tanto como el desprecio y la indignación que me provocan quienes los humillan con su estafa. No, mis alumnas y alumnos no son idiotas. Lo que son es víctimas, como toda la sociedad española, de unos gobiernos indecentes que se ríen de la excelencia, que se jactan de la desigualdad de oportunidades, que se aprovechan de sus priviliegios y se burlan de la ciudadanía. Mi alumnos y alumnas son víctimas de unas urnas que han dado al Partido Popular (y acaso algunos de esos votos fueran suyos o de sus familiares) patente de corso para desmantelar las bases y pilares de nuestro sistema social. En esas bases y pilares están las personas que representan la verdadera cultura del estudio, del conocimiento, del trabajo, de la formación. Personas como mis alumnas y alumnos de máster.

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