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La mirada de Amalia Avia

El Ministerio de Fomento pintado en 1988 por Amalia Avia

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La lluvia me empapa el abrigo de paño negro y los zapatos. Camino rápido, cada vez más rápido, desde la estación de Atocha hasta la calle Alcalá. En realidad, vengo desde lejos, he atravesado parte de la península a la velocidad del AVE para pasar apenas unas horas en Madrid por trabajo y, en un pequeño hueco de tiempo, me asomo a la Sala Alcalá 31 o, lo que es lo mismo, a la mirada de Amalia Avia. Desde septiembre y hasta enero puede verse una interesante retrospectiva de la pintora, algo que no sucedía en Madrid desde su última exposición antológica en 1997. Bajo el título de “El Japón en Los Ángeles. Los archivos de Amalia Avia”, la muestra, comisariada por Estrella de Diego, reúne más de un centenar de sus obras. Para mí era una oportunidad única. Leí con asombro hace ya algunos años sus memorias De puertas adentro y, desde entonces, he querido ver de cerca sus obras, conocer más sobre su proceso artístico, saber cómo lo hizo: pintar así, registrar lo cotidiano con esa profundidad y ser madre de cuatro hijos. Siempre me han interesado los nudos entre el crear y el criar. 

Amalia Avia nació en 1930 en Santa Cruz de la Zarza, un pueblo de Toledo. Viajó mucho, pasó temporadas en el extranjero y, sobre todo, vivió y pintó en Madrid. Su marido fue el pintor Lucio Muñoz. Sus amigos, los pintores Antonio López, María Moreno, Esperanza Parada, Julio López o Isabel Quintanilla. Un día de 1980, mientras comía con su familia en su casa, se levantó a por algo, su pie se enganchó con una pata de la silla y cayó al suelo. Tuvo que pasar varios meses de reposo y, en ese tiempo, postrada en la cama como estaba, sin poder incorporarse para pintar como hasta entonces, se lanzó a escribir su vida tal y como la recordaba. Así la conocí yo, buscando memorias, vidas de otras mujeres que se hubieran lanzado a crear y hubieran sobrevivido como artistas a las convenciones y presiones del género: «Ahora ya, no sin cierta vergüenza, dejo ver lo que ha sido mi vida de puertas adentro. Una vida, desde luego, llena de puertas: las puertas de las casas que veía y cuyo interior siempre quería conocer, las puertas de las tiendas y de los garajes que no me he cansado de pintar, las puertas de tantas casas donde he vivido, las puertas de las habitaciones que tristemente fueron clausurándose en la casa de mi madre, o en fin, todas las puertas que, espero que por mucho tiempo, aún me quedan por rebasar».

Entro en la sala con urgencia, chorreando, atravesada por el frío del Madrid otoñal que a la gente del sur se nos antoja tan feroz. Y la veo a ella, sentada en una silla con las piernas cruzadas, encorvada sobre un trozo de tela blanca, con las manos sobre el hilo y la aguja entre puntadas. Amalia Avia se asoma a un enorme ventanal de Salzburgo y no mira hacia afuera, sino a lo que tiene entre las manos. Es una mujer que pinta, pero en este autorretrato es una mujer que cose y tira del hilo de la creación. Me hizo acordarme de la mujer ventanera de Carmen Martín Gaite, de su madre siempre cosiendo entre visillos. Y no es casual verla con la labor de costura sobre las piernas pues ella misma cuenta en sus memorias que, cuando dejó el colegio porque nadie estudiaba en el pueblo, cambió los estudios por el cesto de costura y ese empeño que puso, esa entrega, puede verse en este autorretrato de 1960. La infancia que coincidió con la guerra y la posguerra fue, como para tantos otros niños de la guerra, un período oscuro, difícil: «Empecé a poner el mismo empeño, la misma entrega en las vainicas y festones, punto de cruz, bodoques, ojetes, punto de incrustación, punto matizado, arenillas y realces. Había que llenar las largas horas del invierno con algo, ya no tenía edad de jugar». 

La sala está llena de grupos de personas que visitan la exposición con la audioguía en la oreja. Yo voy sola, en silencio, observando los cuadros y a la gente que los mira a su vez. Apenas hay gente en la pintura de Amalia Avia, sino puertas, fachadas, el paso del tiempo concentrado en un cachito de la ciudad, una estampa que ya solo existe en sus cuadros. Me asombran los colores, la oscuridad, el detalle. De repente, me encuentro de frente con un paso de cebra que acabo de cruzar apenas veinte minutos antes, cerca del Ministerio de Agricultura. La ciudad que veo no es la misma y sí lo es: unos pocos coches cruzan la avenida, algunos peatones están en la acera, el semáforo en rojo les impide atravesar la calle y llueve en el cuadro, llueve en 1988 tal y como llueve hoy en Madrid. Es como si pudiera oír la ciudad con solo mirar esta pieza. Los árboles son casi los mismos, sus mismas ramas, las pocas hojillas amarillentas que cuelgan se parecen tanto a las que acabo de ver que Amalia Avia me hace viajar desde la familiaridad a la extrañeza en tan solo un parpadeo. En una entrevista que dio a Eva Asencio Castañeda en 2003, llegó a decir que pintaba lo que no podía fotografiar. Sus compañeros realistas, Antonio López, por ejemplo, se plantaban en la Gran Vía y pintaban bajo un farol durante horas, pero ella era distinta, su manera de mirar era única, única su manera de pintar: «Uso la fotografía únicamente como modelo. Si son temas de Madrid, hago una fotografía y luego me acerco varias veces a ver el lugar mientras lo pinto». 

Salí de allí con ganas de quedarme en esa sala para siempre. Me pasa a veces cuando estoy en una sala llena de gente mirando cuadros: siento una intimidad distinta no solo con la obra del artista sino conmigo misma. Es algo tan placentero que no quiero que se acabe. Supongo que por eso colecciono catálogos de exposiciones. No es lo mismo, pero los cuadros de Amalia Avia encerrados entre las tapas de un libro me permiten seguir prolongando ese encuentro en el café después de salir de la exposición, en el viaje de vuelta, en el sillón en mi casa. Entre las páginas del catálogo hay varios textos que merecen la pena, como el que le dedica Estrella de Diego donde se pregunta algo que nos hemos preguntado tantas veces sobre muchas artistas pero que en el caso de Amalia Avia se antoja más apremiante: «¿Qué hacer, pues, con Amalia Avia, que tiene su sitio preasignado en el relato de la historia del arte? A veces parece que, si bien fue muy reconocida en su vida, como otras mujeres artistas —desde Sofonisba Anguissola hasta Gentileschi o Rosa Bonheur—, al final, y a juzgar por el largo silencio que la rodeó durante años —desde el año 1997 no ha tenido una antológica en Madrid, su ciudad fetiche—, fue doblemente olvidada como “mujer pintora” primero y como “pintora realista” después, cuando las artistas empezaron a ser rescatadas desde la crítica de género». Me acordé de Edward Hopper cuando miraba los cuadros de Amalia Avia, el estilo no tiene nada que ver, tampoco el trazo ni los colores, pero hay cierta voluntad de registrar el alma humana, la soledad de la ciudad, el vacío de los espacios cuando la gente está en otra parte. 

Uno de los hijos de Amalia Avia, Rodrigo Muñoz Avia, que escribió un hermoso retrato de sus padres en La casa de los pintores, recuerda a su madre pintando y eso me emociona, que tus hijos te recuerden haciendo lo que más amas y también amándolos a ellos: «Pintó siempre, cada día, durante muchas horas. La pintura era su trabajo, pero también su pulsión, la expresión de algo que solo veía ella, más allá del corsé al que las convenciones y la inercia podrían haberla llevado». Como escritora y madre, pienso algunos días en lo que recordará mi hijo de su infancia, y me pregunto cómo me verá, si pensará que la escritura le robó ratos conmigo. Esa culpa supongo que la arrastramos todas las madres, pero la creación es algo tan poco tangible, a veces, sin horarios, que complica más si cabe la crianza. 

Cierro la tapa del catálogo, ya en Sevilla, y me encuentro con un retrato de Amalia Avia pintando y mirando a la cámara, con la camisa llena de gotitas y el pincel en la mano izquierda —era zurda—, con el pelo despeinado. Se la ve feliz. 

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