Una oportunidad
En España existe un recurso facilón a la hora de atribuir la responsabilidad de una pifia. Es tan frecuente que ya se ha convertido en un chascarillo, un eslogan, un apartado más del vasto costumbrismo patrio: echar la culpa al becario. Si hay un error en un texto, en un mensaje, si algo chirría, si un cliente pide responsables, especialmente en verano, se culpa al nuevo, que encima es joven, y por tanto, distraído, inexperto y falto de criterio. Las empresas distribuyen a los becarios como almohadones que amortiguan los golpes.
Hay personas que desdeñan al becario, como si ellas hubiesen prosperado en la vida sin ser aprendices de nada. Cuando yo era becaria, recuerdo que un periodista con entrada en Wikipedia llamó al programa en el que hacía prácticas y me pidió que le pasase con alguien “que no fuese un becario”. Lo dijo con un tono entre despectivo y complaciente que, unos cuantos años después, todavía recuerdo con rabia. También recuerdo que en el 2019 la cuenta de Vox en Twitter tuiteó una serie de descalificativos contra el entonces líder de Ciudadanos, Albert Rivera. Lo llamó “acojonado”, “sinvergüenza” y “lameculos”. Poco después, el partido atribuyó el mensaje al “community manager de verano”, quizá la forma más baja de denominar a un becario que he escuchado nunca. En esa espiral de bajeza hay, incluso, quien utiliza la palabra “becario” como insulto. Existen insultos que dejan más en evidencia a quien los ejecuta que a quien los recibe.
Lo peor de las becas, en realidad, es ver cómo han perdido su tradicional condición de acceso a un empleo. Las profesiones llevan tiempo becarizadas, con la estabilidad como excepción cuando las carreras arrancan.
Escribo esta columna porque la semana pasada muchos becarios terminaron sus prácticas de verano, como todos los inicios de septiembre. Se han pasado estos últimos meses tratando de hacer visible su trabajo y su pasión, una demostración condicionada por la temporalidad. Porque al final de una beca, con la fecha de salida marcada en un contrato como si la vocación pudiese reducirse en el tiempo, siempre hay dos caminos: el de la oportunidad y el que te la niega.
Todo en la vida depende de las oportunidades, a fin de cuentas. Las oportunidades que te dan, las que te quitan, las que llegan, las que se pierden. ¿Si no te hubiesen dado esa oportunidad en tu primer trabajo estarías ahora donde estás? ¿Y si ese contrato que nunca fue tuyo lo hubiese sido? Cuando ves a becarios que terminan sus prácticas sin opción de quedarse en un lugar en el que tú sí te quedas, resulta fácil echar la vista atrás e invocar a la oportunidad que una vez te dieron. Y, al contrario también, invocar a una vida paralela.
Los becarios que terminaron las prácticas la semana pasada trajeron pasteles y dulces a la redacción, en una demostración calórica sin paragón. Se despidieron de unos y de otros, con el poco o mucho apego que se puede conseguir en varias semanas. Apagaron las sesiones de ordenadores que quizá nunca vuelvan a encender. Cruzaron el umbral de la puerta y se esparcieron por las calles donde, al fin, sopla un un aire respirable. Habrá quien diga en tertulias o columnas que son la generación más quejica de la historia, pero en realidad son la generación reciente con mayor capacidad para lidiar con la incertidumbre y la frustración. Eso que llaman pomposamente “resiliencia”. Porque las oportunidades ya no prosperan como antes, ya no llegan con lazo y papel de regalo. Algunas ya llegan solo previo pago, vía máster. Espero, de corazón, que todos terminen encontrando las suyas.
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