El perfume de Rajoy
Nació entre algodones y encajes en casa conservadora de provincias y no arrojado al suelo en el maloliente mercado levantado sobre el Cimètiere des Innocents en el París del Siglo XVIII. Y, sin embargo, la búsqueda de razones a la personalidad del presidente español Mariano Rajoy encamina más al perfumista Jean-Baptiste Grenouille, hijo magistral de Süskind, que a cualquiera de sus símbolos anteriores. El jardinero Mr. Chance, por ejemplo, era demasiado tierno para definirle. A Rajoy se le fue conociendo poco a poco, sobre todo los menos avisados.
Quienes repiten hasta la extenuación la falta de aptitudes de Rajoy no reparan en la labor que ha llevado a cabo con una precisión matemática. No hace falta desde luego mucho más que dedicar todas las capacidades al objetivo. Un “tonto”, como dicen es, no desmantela el Estado del Bienestar como lo ha hecho Rajoy, ni consuma un plan tan idóneo para ejecutar cuanto se propuso.
He vuelto a releer El Perfume, de Patrick Süskind, siguiendo esa pista. Y no he sido la única, por lo que leo. Gran impacto el de aquel sobrecogedor bestseller publicado hace ya 30 años. Aunque vivimos tiempos que llevan más a comprar aromas que a detectar sus componentes. Es así en todos los órdenes de la vida y sus causas profundas. Lo cierto es que contamos con un peculiar presidente cuyos rasgos de carácter suelen analizarse, al no entender que alguien de sus características haya llegado a tantos altos menesteres. Su indecisión para adoptar resoluciones. Su afición a ocultarse tras un plasma para no responder directamente a periodistas, por si hubiera alguno incontrolable entre ellos. Un auténtico empecinamiento en ignorar las matemáticas democráticas al insistir en que debe gobernar la lista más votada aunque no tenga mayoría. Su pasión por mentir o ver el mundo como si él y su pensamiento fueran la única verdad, el patrón a seguir.
Entretanto, él no perdió un minuto para “extender el paño” y “proceder a untarlo con la pasta de grasa” y comenzar la tarea. “Era un trabajo que requería su tiempo, ya que se trataba de distribuir la grasa en capas de diferente grosor según el lugar del cuerpo que tocarían las distintas partes del paño”, explicaba Süskind. De ahí saldría el perfume único.
La reforma laboral, para empezar. Induciendo la docilidad por la incertidumbre. A continuación, los recortes en sanidad y educación, según mandato estricto del Consenso de Washington con el que el neoliberalismo marcó “la hoja de ruta” pocos días después de caer el Muro de Berlín. Los perfumistas del mundo saben, como los de aquí, las fragancias y ganancias que se obtienen con estos materiales sensibles. Cada reforma del PP, en cada uno de sus ministerios, ha sido –y es– puntada con hilo, espátula que se lleva la esencia aromatizada. Sin importar de dónde proceden y quién sufre por ello. Y así se compone ese perfume exclusivo que convierte a España en líder mundial del incremento de millonarios el año pasado. Apesta a dinero, a desigualdad.
Cada persona del equipo parece haber sido seleccionada minuciosamente para cumplir el fin. Pocas se hubieran avenido a hacer de pinches en faenas tan serias como Fátima Báñez, Ana Mato o José Ignacio Wert. Y rastreando –que tanto se lleva- encontramos muy adecuados talentos en el resto. Desde la vicepresidenta -indispensable en la eficacia del proyecto- al curtido Luis De Guindos. Presidente para España y Portugal de Lehman Brothers hasta su quiebra, espoleta de la crisis, como ministro de economía, brindó a la UE en bandeja las cabezas de los asalariados con aquel explícito: “La reforma será extremadamente agresiva”. Para definir más su identidad, vemos que el capital más turbio aplaude su gestión que tanto les ha favorecido. Si seguimos por Morenés en Defensa, Fernández Díaz, Montoro o los sucesivos ministros de Justicia, constataremos que el taller se reclutó a la perfección.
Porque, para redondear el trabajo, faltaba que los tribunales de justicia tuvieran la composición política que hoy tienen. En particular el Constitucional. Y que todo el equipo funcionara como una piña para consumar el recorte de libertades que evitara protestas. El 1 de julio entran en vigor la Reforma del Código Penal y la Ley Mordaza, recibida como ominosa y de regreso al franquismo también por medios internacionales como The New York Times.
Una oposición política a la altura de las circunstancias no lo habría consentido. Hay resortes para evidenciar lo que estas modificaciones representan, cuando se cuenta con avales hasta del Consejo de Europa que se escandalizó ya desde el borrador. Unos medios con menos argollas serían más contundentes, pero ése es otro de los ingredientes básicos de la pócima. Una ciudadanía adulta y digna tampoco lo hubiera aceptado. Ni las instituciones del Estado. Todas, comenzando por lo más alto.
El trabajo llevado a cabo por Rajoy –y el que está por venir a la vista de su irritación por perder poder– ha sido una pura filigrana. Diseccionando, tirando y cosiendo y, en la línea Grenouille, sin la más leve empatía por las víctimas de sus experimentos. Ninguna. Adecuando el envase, allanando la venta. Seguirán distribuyendo zanahorias de distracción pero la verdad es que a partir de la semana próxima la crítica y la protesta están gravemente sancionadas en España.
El hedor de la complicidad se olfatea desde la lejanía. El olor a vacuidad es intenso en el presente. A sociedad narcotizada. A madera de las que se forjan las escaleras de trepar. A colonia vieja que rancia el ambiente y descompone el cuerpo. A trabajo también. A cambio alentador aunque, de momento, a distintos ritmos de los esperados. A camino por andar. Con mordaza. De nuevo. Rajoy y su taller acumulaban aún demasiado perfume de indeseable pasado en sus armarios. Ese envenenado ingrediente que lleva décadas aturdiendo el funcionamiento de la sociedad española.