Pongamos que hablo de felicidad
Mis hijos me han enseñado muchas cosas: lo poderosa que es la norma social (Pues mi amigo tiene todos los Garmiti y yo también los quiero), lo persuasiva que es la publicidad (Tienes que comprar ClitingBing, porque eso sí que limpia la suciedad), lo difícil que es vencer la inercia (¿No te he dicho mil veces que apagues la luz al salir de la habitación?) o ser coherente con nuestras actitudes (Pobre vaquita que la matan para comérnosla. Pues no comas carne y así no la matan. Ya, ¡pero es que está muy rica!) y la absoluta despreocupación que tenemos por el futuro (Si te compro todo lo que quieres, se acaba la Tierra, cariño. ¿Y qué me impoooortaaaa?).
En definitiva, me han enseñado por qué es tan difícil cambiar. Por qué el problema sigue ahí y tiene pocos visos de solución. No conseguimos echar el freno y estamos en riesgo cierto de colapso. Pero no cambiamos. Sobre todo cuando ponemos la lupa en nuestro rol de consumidor, vemos que el cambio es demasiado lento comparado con la urgencia del problema. Seguimos comprando y usando más recursos de lo que la Tierra puede soportar.
Está claro que tenemos que hacer algo, todos nosotros. Pero el cambio no puede venir solo de los individuos, de los consumidores individualmente considerados, porque lo colectivo no es la suma de las voluntades individuales. Esta es una idea base del paradigma actual, la de que los agentes lo pueden todo. Esta idea de que si se quiere se puede es, como poco, pueril. Además de los agentes, están las estructuras. No nos determinan, pero nos marcan, claro está. Limitan nuestra capacidad de acción y la incidencia de nuestra acción. Y peor: limitan nuestras ganas de actuar.
Tenemos que encontrar una manera de arbitrar la responsabilidad personal con la colectiva. Una sociedad responsable necesita de ciudadanos responsables. Pero para que haya ciudadanos responsables necesitamos una sociedad responsable. ¿Cómo podemos romper este círculo vicioso?
En el fondo, me parece a mí que igual tiene que ver con la felicidad. Tenemos que articular un proyecto de vida que nos haga felices. Y para eso tenemos que pensar primero en cómo somos felices. Qué te hace feliz a ti. Qué nos hace felices como grupo. Cómo podemos arbitrar tu felicidad, con la felicidad del colectivo hoy y con la felicidad de los que vendrán. Back to the basics.
La psicología positiva diferencia entre dos tipos de felicidad: la hedónica y la eudaimónica. La felicidad hedónica se basa en el confort y el placer. La eudaimonia es algo más compleja.
Es característico de la eudaimonia el tener un proyecto, un telos, un propósito vital. Pero no todos los fines están asociados a la eudaimonia, sino los llamados intrínsecos, los buscados como fin en sí mismos y no como medio para otra cosa. El conocimiento por el conocimiento, pongamos, no para fardar, para ganar más dinero o para conseguir un premio.
Algunos afirman que eudaimonia es tener objetivos que trascienden al yo, al momento presente: buscar algo más grande que yo mismo. Eudaimonia se relaciona también con el crecimiento personal, con el desarrollo de nuestras competencias, con sacar al mejor yo. Y también con el cultivo de las virtudes, las areté, las fortalezas de carácter que son, en el fondo, una automatización de la buena conducta. Y tiene también que tener con la autonomía, con poder tomar tus propias decisiones y ser coherente con uno mismo, con el daimon, el auténtico yo.
La investigación muestra que cada forma de felicidad tiene unos resultados. Las personas predominantemente hedónicas son más despreocupadas y tiene más afectos positivos; las eudaimónicas dicen que su vida tiene más sentido, son más vitales y tienen más experiencias de elevación o trascendencia. Las personas hedónicas dicen estar muy felices en el corto plazo, pero las eudaimónicas mantienen el nivel de felicidad en el medio plazo.
Los trabajos de investigación que hemos realizado en el grupo E-SOST con consumidores que tienen mayor inquietud por las consecuencias de sus actos de consumo tienen bastante de eudaimónicos y mucho menos de hedónicos. Así puede ser una vía a explorar cómo articular proyectos de felicidad basados en la eudaimonia, cómo fomentar la eudaimonia como base para armonizar la felicidad personal y la colectiva, la de los que estamos hoy y la de los que vendrán.
En definitiva, la hedonia es la buena vida y está fuertemente asociada a la posesión de objetos materiales, al tener. La eudaimonia es la vida buena y está más asociada al ser. El modelo imperante hoy se apoya en buena medida en la primera. Me parece que para poder construir ese otro mundo necesitamos impulsar la eudaimonia como modelo dominante de felicidad. Quizá si empezamos a ver la sostenibilidad como una estrategia para ser felices de una manera más plena, y dejamos de verlo como una serie de renuncias y sacrificios, aceleremos el cambio de los consumidores.
Quizá no podamos hacer más que esto. Intentar ser felices eudaimónicamente también en nuestro rol de consumidores. Plantear un proyecto. Concretar una metas. Trazar un plan de acción. Pero no fustigarnos si las estructuras nos ahogan, si perdemos frente a la norma social, la influencia de la publicidad, la inercia o la inadecuada valoración de los riesgos. Seguir caminando y hacer algo todos los días. Para mí esto es lo imprescindible.
Este artículo refleja exclusivamente la opinión de su autora.