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Los tontos útiles del capitalismo

Letrero de Wall Street en Nueva York.

José Saturnino Martínez García

Yo confieso, he sido tonto útil del capitalismo, y aunque me arrepiento con propósito de enmienda, igual puedo volver a pecar en cualquier momento. Que seamos legión, desatados por la redes, no quita la gravedad dañina de mi estupidez. Cuando se habló de la posibilidad de alquilar esa habitación que uso de espacio de trabajo, con la que podría sacar un dinerillo, gracias a una aplicación informática, critiqué a los rancios que se oponen al progreso, a los vecinos envidiosos que no tienen una habitación que alquilar. Cuando se planteó la posibilidad de que las horas tontas que tienes por la ciudad con el coche las puedas emplear en prestar un servicio más barato que un taxi, me pareció una gran oportunidad de flexibilidad, de la que solo podrían quejarse los taxistas acomodaticios, con mentalidad rentista gracias a sus licencias municipales. Cuando se ofreció la posibilidad de que con la bici puedas prestar un servicio de mensajería, me pareció genial, pues puedes compaginar esa actividad con un uso flexible de tu tiempo. Cuando he tenido posibilidad de hacer trabajos que fomentan mi autonomía y mi creatividad, no me ha importado hacerlo en condiciones laborales infames, por debajo del umbral de la línea de pobreza, sin derechos laborales.

Todos estos movimientos han venido acompañados como el hermanamiento entre tecnología, desarrollo personal, autonomía individual y mejora para todos del bienestar económico y/o emocional. A cada persona se le estaba ofreciendo la posibilidad de convertirse en emprendedor, dueña de su propio futuro, de salir de su zona de confort, de luchar por sus sueños, de explorar la vida. La tecnología nos estaba haciendo libres. Oh, sí. Libres de ser explotados y vendidos como mercancías, desarticulando los controles colectivos y morales que contribuyen a equilibrar la negociación entre quienes tienen capital, ya sea económico, social, cultural o simbólico, y los que no.

El éxito del neoliberalismo entre la gente de derechas y la posmodernidad entre la gente de izquierdas no obedece tanto a las bondades de estas ideologías, sino a que ambas comparten un núcleo que facilita la intensificación de la explotación económica de la fuerza de trabajo. Ambas fomentan la misma visión de la sociedad: un agregado de individuos en el que cada uno puede hacer lo que quiera mientras no moleste a los demás. Cada uno es libre de elegir sus gustos, preferencias y llegar a acuerdos con los demás. Hay diferencias, claro que las hay. Los posmodernos le dan más importancia a las identidades colectivas, y gracias a ellos hemos avanzado mucho en la justicia del reconocimiento de las identidades estigmatizadas y marginadas, aunque todavía quede mucho por recorrer. Pero al centrar el debate en temas identitarios y culturales e insistir en que todo es construcción social se les olvida por el camino que la propiedad privada de los medios de producción será una construcción social, pero tan bien construida que tiene una lógica que lo arrasa todo. Mucha teoría de la sociedad líquida, de la sociedad red, de la flexibilidad, la individualización, la capilaridad del poder… pero lo que estamos viendo en empeoramiento de las condiciones de vida de la gente que solo tiene para vender su fuerza de trabajo, ya está dicho en libros decimonónicos apolillados, escritos por un señor viejuno de grandes barbas.

La producción se organiza de forma colectiva, pero el beneficio se apropia de forma individual por el capital. Si no se nivela la relación de poder entre empresariado y asalariado, pasa lo que estamos viendo en la “nueva economía”: los que acumulan poder cada vez acumulan más poder. La explotación, mientras llega otra cosa, se puede atenuar con sindicatos fuertes, y evitando que caigan en manos de la lógica de la acumulación capitalista sectores vitales como la educación, la salud, las pensiones, la ciencia…. Esto exige estrategias colectivas e identidades sencillas (capital vs. fuerza de trabajo), que escapan a esta ola ideológica de exaltación narcisista del individuo y de la diferencia, que nos ha dejado desarmados frente a los mercados.

Por ejemplo, los “emprendedores” de Deliberoo han montado una plataforma para que se les reconozca como lo que son, trabajadores muy explotados. Pero lo han hecho al margen de los sindicatos tradicionales. No conozco el problema como para saber hasta donde el sindicalismo tradicional no es capaz de afrontar estos nuevos conflictos, o si quienes viven en la “economía colaborativa” se consideran a sí mismos tan cool como para no querer incorporarse a un sindicalismo de empleos tradicionales. Y así nos va, no entendiendo que estamos todos en la misma lucha, la de embridar al capital, mientras aprendemos otra forma de organizarnos. Y si no nos gustan los sindicatos que hay, la mejor estrategia no es seguir fragmentado la fuerza de trabajo, sino agrupando más luchas particulares en una sola, la de plantar cara al capitalismo.

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