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Sobre este blog

Piedras de papel es un blog en el que un grupo de sociólogos y politólogos tratamos de dar una visión rigurosa sobre las cuestiones de actualidad. Nuestras herramientas son el análisis de datos, los hechos contrastados y los argumentos abiertos a la crítica.

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Investidura fallida, ¿ocaso de la primavera populista?

PSOE y Podemos cierran un reparto de escaños que deja a Vox en el "gallinero"

Ismael García Ávalos

Mucho se ha escrito ya sobre la frustrada investidura de Pedro Sánchez y el fatídico desenlace de las negociaciones con Unidas Podemos. Conocimos las ofertas y contraofertas en tiempo real a través de filtraciones interesadas –casi siempre lo son– de documentos de ambas partes, supimos de la desafortunada falta de sintonía entre los negociadores a la hora de elegir canales de comunicación –Carmen Calvo en WhatsApp, Pablo Echenique en Telegram– e, incluso, escuchamos al propio Pablo Iglesias lanzar su última oferta in extremis desde la tribuna del Congreso de los Diputados. Tampoco han faltado las declaraciones de Íñigo Errejón, cuya presencia ausente persigue a Pablo Iglesias como un espectro amenazante, asegurando que él sí hubiese aceptado la oferta del PSOE.

En un intento por retomar las negociaciones donde quedaron encalladas, Unidas Podemos ha realizado una última oferta de gobierno de coalición que ya ha sido rechazada por Carmen Calvo. Más allá de analizar el contenido concreto de la oferta de Unidas Podemos y la respuesta del PSOE, lo que pretendemos en estas líneas es arrojar algo de luz desde la Teoría Política sobre el conjunto del proceso político y social que atraviesa nuestro país. Prisioneros como estamos de la coyuntura, de la inmediatez del último tuit que deviene en efímero titular, nos queda poco tiempo para reflexionar sobre los procesos de fondo. Pero sin estas reflexiones pausadas solamente podemos aspirar a manejar un conjunto inconexo de hechos sucesivos, irremediablemente insuficientes para crearnos una opinión informada.

Convendría comenzar por destacar que la anomalía que atraviesan nuestras instituciones no ha comenzado con esta investidura fallida. La crisis de representación en España, esto es, la disociación entre gobernantes y gobernados, se expresó con rotundidad el 15 de mayo de 2011. No por casualidad, Podemos tiene aquel estallido social que se formó al grito de “no nos representan” como un momento fundante en su particular liturgia partidista, pese a no ser fundado hasta 2014.

Aquel 15M inauguró un nuevo ciclo cultural y político, puso de manifiesto la desafección ciudadana producto de una conjunción de malestares que, sin ánimo de exhaustividad, podríamos agrupar en cuatro crisis relacionadas, pero diferenciables: La primera sería la crisis de representación más arriba mencionada, la segunda la grave crisis económica que padecía el país desde 2008 en sintonía con la gravísima crisis mundial, la tercera la crisis territorial que afloraba desde la sentencia del TC tumbando el Estatut de Cataluña, y la cuarta la crisis generacional que condenaba a “la generación más preparada de la historia” a vivir peor de lo que lo habían hecho sus padres y madres.

Fue en ese clima de época en el que irrumpió la hipótesis Podemos con la intención de dar una respuesta sustancialmente distinta a la de los partidos tradicionales, grandes y pequeños. La lectura de aquel periodo como un momento populista consistió fundamentalmente en plantear, con Ernesto Laclau, que una élite privilegiada –la casta- detentaba las instituciones del Estado en provecho propio y de espaldas a los intereses de la ciudadanía. La particularidad de dicho momento populista reside en la incapacidad de las élites para satisfacer las demandas ciudadanas. Así, reclamos muy diferentes como pudieran ser la creación de empleo, la paralización de los desahucios, la participación ciudadana en la toma de decisiones o el hartazgo frente a la corrupción y la supuesta impunidad de algunos corruptos, encuentran en común su frustración al no ser atendidos por los poderes públicos que se encuentran en manos de una élite tan incapaz como insensible ante los problemas sociales. Ante esta situación, un gran contingente de electores aparece disponible para construir nuevas mayorías transversales. Bajo este esquema, por tanto, la importancia de la adscripción partidista en el clásico eje izquierda-derecha, rebaja sustancialmente su importancia y cede el espacio a un nuevo clivaje abajo-arriba que fue traducido por Podemos en pueblo-casta.

Podemos concurrió a los comicios europeos de 2014 y el resto ya es historia. En 2015 nacieron los “Ayuntamientos del Cambio” en ciudades tan emblemáticas como Madrid, Barcelona, Zaragoza, Valencia, La Coruña, Ferrol, Santiago de Compostela y Cádiz. Dos elecciones generales bajo la promesa del sorpasso al PSOE y la constatación de una suerte de empate catastrófico entre las fuerzas progresistas y conservadoras, así como en el interior del bloque progresista. Ese escenario condujo finalmente, previa ruptura interna del PSOE y descabezamiento de su Secretario General, a la investidura de Mariano Rajoy.

Se instauró entonces un cierto ánimo de resignación, cuando no de derrota, entre los votantes de las fuerzas transformadoras. Quizá la obcecación de “asaltar los cielos” impidió una estrategia más pausada y realista consistente en una guerra de posiciones en sentido gramsciano, una batalla de largo recorrido en la que lograr, en palabras de Aitor Esteban, “conquistar el cielo nube a nube”. Sinceramente, parece que de este error voluntarista, propio de un movimiento que se auto-percibe como de vanguardia, ya están curadas buena parte de las fuerzas del cambio. Para las que no lo estén todavía, la realidad se muestra dispuesta a reservarles el dudoso privilegio de repetirles la lección. Pero de aquel fracaso se extrajo una conclusión diametralmente opuesta que no deberíamos dar por válida sin someterla a un riguroso análisis: la creencia del fin de ciclo.

El fin de ciclo haría alusión al cierre de la ventana de oportunidad, a la terminación del momento populista. Entendiendo, con Bruce Ackerman, la dinámica política como una sucesión de “tiempos calientes” en los que la historia se acelera y se construyen nuevas correlaciones de fuerzas y “tiempos fríos” de congelación de esos equilibrios en los que predomina la gestión y la negociación entre todos los actores, el momento populista sería el propio de los “tiempos calientes” y la lógica institucional regiría los “tiempos fríos”. Si bien, en la contraposición laclausiana entre pueblo y Estado, ningún periodo ni régimen político sería tan puramente populista que prescindiera de cualquier tipo de orden o mediación institucional, ni tan puramente institucionalista que pudiera prescindir de la dimensión popular necesaria para constituir una comunidad. Estaríamos, por tanto, ante una especie de movimiento pendular constante –tomando prestada la metáfora de Aboy Carlés– entre populismo e institucionalismo. Constatado el cierre del momento populista, lo propio del periodo sería tejer acuerdos y asegurar la gobernabilidad del bloque progresista frente al reaccionario. Es decir, la aceptación implícita del retorno del clivaje izquierda-derecha a la espera de tiempos mejores, más “calientes”, en los que poder articular una mayoría popular transcendente.

El riesgo de esta visión es la confusión, nuevamente, entre coyuntura y procesos de fondo. El populismo no es una táctica electoral para “tiempos calientes” en los que es posible “asaltar los cielos”. Efectivamente, una estrategia populista –como cualquier otra– no es ajena a los procesos sociales de su época, pero en modo alguno se circunscribe a los momentos álgidos de toma del poder y queda sin nada que decirnos si las movilizaciones se enfrían. La hipótesis populista depende de la capacidad de las clases dirigentes para satisfacer o desactivar convincentemente las demandas del conjunto de la sociedad. De ninguna de las cuatro crisis arriba señaladas –de representación, económica, territorial y generacional- España está hoy más cerca de encontrar una salida que en 2015. Un simple vistazo al último CIS y los indicadores económicos puede ser muy esclarecedor a este respecto.

El populismo es, ante todo, una teoría de las identidades sociales y un régimen de legitimación de las mismas. Por tanto, debemos atender a las condiciones sociales de cada época para evaluar si puede desplegarse ese tipo de legitimación. Maristella Svampa señala que ese tipo de legitimación puede desplegarse “cada vez que una sociedad atraviesa momentos de transformación”, que no es exactamente lo mismo que los “tiempos calientes” de Ackerman porque la transformación puede ser de dos tipos: En primer lugar, de las identidades sociales (piénsese, por ejemplo, en periodos de rápida modernización de un país o en los que es necesario defender la comunidad nacional frente a una amenaza externa). En segundo lugar, en momentos de desborde del sistema político tradicional, es decir, cuando el sentido común de época de una comunidad se encuentra muy por delante de la acción de sus representantes. Así, para Svampa, “El populismo es tanto más posible cuando se trata de (re)construir un Estado moderno en relación con la conciencia cultural de los gobernados.” Siendo así, no es necesaria una crisis de Estado, ni crisis orgánica en sentido gramsciano, ni un ciclo álgido de movilizaciones sociales –aun cuando todos estos factores deben ser tenidos en consideración-, bastaría con una crisis de representación de una sociedad que marcha por delante de sus representantes. El populismo vendría a dar respuesta a un periodo –con momentos más calientes y más fríos– en el que los gobernados han sentido las instituciones como algo ajeno, para volver a hacer sentir el Estado como algo “propio” que concierne a todos y se hace cargo de las demandas del conjunto de su comunidad. El populismo, como exceso democrático constituido por la irrupción plebeya de aquellos que permanecían al margen del sistema, de los desafectos, se propone así llenar un vacío de legitimidad acercando las instituciones a los gobernados. Este tipo de legitimación, qué duda cabe, sería perfectamente compatible con diversas políticas económicas o alianzas sociales.

La cuestión de fondo para dar por cerrado el ciclo, por tanto, sería atender a la resolución por parte de las instituciones de las demandas ciudadanas. ¿Han conseguido los gobernantes, mediante la implementación de políticas públicas concretas y la proposición de un horizonte de esperanza, recomponer el vínculo entre ellos y los gobernados en nuestro país? Parece que el clima de excepcionalidad en el que vivimos, con repeticiones electorales, mociones de censura, aplicación del artículo 155CE en Cataluña, presupuestos heredados de gobiernos anteriores o tumbados en el Congreso e investiduras fallidas, invita a pensar lo contrario.

La percepción general de la ciudadanía sigue siendo que los grandes problemas continúan sin ser abordados y, mucho menos, resueltos. Sigue siendo posible articular una mayoría social transversal que se proponga recomponer los lazos solidarios y afectivos entre el conjunto de los españoles, así como entre representantes y representados. Un proyecto político transformador que tenga como principal tarea recuperar las instituciones y ponerlas al servicio de la gente haciéndose cargo de los principales problemas e inquietudes sociales. Desde esa perspectiva, la eventual participación de cualquier fuerza política en un gobierno de coalición o su apoyo parlamentario a otra formación deberían estar supeditadas a su capacidad real de empuje al conjunto del gobierno, a la posibilidad de transformación de las políticas más que al número de ministerios que se ostentan.

Quizá, desde esa perspectiva de regeneración democrática sea posible deshojar la margarita de la investidura de forma satisfactoria. Y, aún más importante, propiciar alternativas que no caigan ni en el infantilismo voluntarista, ni en la derrotista resignación. Alternativas conscientes de la realidad social, pero con la voluntad de forjar su propio destino.

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