Mari León, marinera en un mundo de hombres: “Siempre hay alguien que hace algún chiste. 'Pero, ¿tú vienes al mar?'”
Para Mari León (Porto do Son, 1987), el mar lo es todo: “Es vida, paz, tranquilidad”. También su trabajo. El trabajo al que le gustaría dedicarse siempre, hasta que se jubile, aunque cada vez “haya menos peces y se paguen más baratos”. No hay muchas mujeres como ella. No es lo habitual. Nunca lo ha sido. Ni en Galicia ni en ningún lugar del mundo en el que la pesca es el sustento de familias como la suya. “Hay gente que me dice que soy la única que hay por aquí. Es raro, pero si te gusta algo, ¿por qué no lo vas a hacer?”, se pregunta. La respuesta está de más.
Mariscadoras hay bastantes, marineras de flota de cerco muy pocas. Ella, por ejemplo, no conoce a ninguna otra. Tradicionalmente el mar ha sido un mundo de hombres. Por eso, durante el tiempo que lleva en el barco, Mari ha tenido que soportar algún que otro micromachismo. “A veces, cuando voy a otro puerto, les choca mucho verme. Algunos compañeros se sorprenden: 'Pero, ¿y tú vienes al mar?' Y yo: 'Sí, ¿no me ves en el barco o qué?' Me confunden con una inspectora o algo... Y siempre hay alguno que hace algún chiste y yo le contesto. Antes no lo hacía, pero ahora ya me da igual, siempre respondo a cualquiera”, explica con vehemencia y un marcadísimo acento gallego.
Mari nació en Miñortos, una pequeña aldea del municipio coruñés de Porto do Son, y siempre le atrajo muchísimo el mar. Lo lleva en la piel y en los genes. Cuando era pequeña, su padre, también marinero, traía todo el pescado a casa antes de llevarlo a la lonja. Y ella se quedaba obnubilada mirando con curiosidad las formas y colores de cada especie de peces: sardinas, caballas, anchoas, jureles… También disfrutaba mucho cuando salían a navegar por la costa de la playa en un pequeño bote. Por eso, después de pasar varios años encadenando trabajos en bares y hoteles, y ante la inminente jubilación de su padre, decidió atreverse y lanzarse al agua.
Cuando conciliar no es fácil
Desde entonces, comparte frías y húmedas madrugadas de invierno con él, su hermano y otros tres compañeros en el León do Mar, el barco familiar, en el que sobresale una gran proa de color verde intenso que ella misma se encargó de pintar. Confiesa que el trabajo como pescadora es maravilloso, pero que también tiene su parte más dura: pasar todas las noches fuera de casa y algunas semanas lejos, en otros puertos. El único día que Mari puede llevar a su hija Ruth, de 11 años, al colegio es el lunes. Si no fuese por el apoyo de sus padres —como les pasa a muchas mujeres— conciliar sería muy difícil: “Si no estuvieran ellos, no podría tener este trabajo. Me tendría que buscar otro u otros”.
Esta tarde, Mari volverá a ponerse el chubasquero azul eléctrico para salir al mar. No regresará a tierra hasta el amanecer, a las cinco o las seis de la mañana, cuando hayan pescado lo suficiente. Es una más en la tripulación y todo un modelo positivo para que otras niñas no se pongan barreras y puedan ser lo que quieran ser: electricistas, camioneras, albañiles. Sin importar que estos sectores hayan sido tradicionalmente monopolizados por hombres. Ella, dice, a veces tiene menos fuerza que sus compañeros, pero eso no importa, es secundario. La pasión lo compensa todo: “Tengo la suerte de poder dedicarme a lo que me gusta… No podría vivir sin el mar”.
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