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Palestina, un territorio agujereado

Olga Rodríguez

Lo que este jueves se ha aprobado en la Asamblea General de la ONU, con la oposición de Israel y Estados Unidos, es la admisión de Palestina como Estado observador de Naciones Unidas. Con ello la Autoridad Nacional Palestina tendrá mayor acceso a las diversas agencias de Naciones Unidas y al Tribunal Penal Internacional, donde podría presentar denuncias contra Israel, algo sin duda significativo.

Por eso estos días pasados algunos países, como Reino Unido, anunciaron que apoyarían la iniciativa de los palestinos siempre y cuando éstos no acusaran de crímenes de guerra a Israel ante la Corte Internacional.

En la práctica, la entrada de Palestina como Estado no miembro no supone nada más. Lo que se decide en la Asamblea General de Naciones Unidas no es vinculante, y siempre precisa de la ratificación del Consejo de Seguridad de la ONU, que ya el pasado año pospuso la votación para admitir a Palestina como Estado, con la amenaza de Estados Unidos de vetar la propuesta. Pero el gesto, que ha venido acompañado de un reconocimiento del derecho de los palestinos a un Estado sobre las fronteras de 1967, no es baladí.

Las revueltas árabes han trastocado las alianzas regionales, algo está cambiando en Oriente Medio, Qatar, Egipto y Turquía están siendo más contundentes con Israel y Hamás se ha acercado a Qatar. Todo ello podría servir para intentar reactivar la situación palestina, y la comunidad internacional está tomando nota de ello.

De momento, cambian las formas, no el fondo. Para que el Estado palestino se convierta en algo real se necesitan algo más que símbolos. Estados Unidos tendría que permitir el reconocimiento de Palestina como Estado de pleno derecho en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas o, al menos, dejar de obstaculizar su desarrollo.

E Israel tendría que retirarse de Cisjordania, ahora acantonada, separada, dividida y esparcida en un mapa agujereado y discontinuo. De lo contrario, estaríamos ante un Estado palestino con miles de fronteras -una en cada asentamiento judío- y con instituciones que llevan años asfixiadas económica y militarmente. Por no hablar de la desconexión territorial de Cisjordania y Gaza, divididas por territorio israelí (ver mapa).

Mientras no haya una voluntad real de paz será inviable un Estado palestino real, con todo el significado que el término Estado implica.

La aceptación de un Estado palestino de pleno derecho es una opción deseable, pero no la única. Personalidades como el difunto Edward Said han defendido un modelo de Estado binacional, donde árabes y judíos pudieran vivir en igualdad de condiciones, con los mismos derechos, sin exclusiones, en el mismo país. Para ello Israel tendría que renunciar a su esencia actual, basada en el carácter judío de su Estado.

La Ley del Retorno de Israel establece que cualquier judío del mundo, cualquier hijo o nieto de judío, y cualquier persona que se convierta al judaísmo tiene derecho a residir en Israel y a tener la ciudadanía israelí. También pueden acceder a la nacionalidad las personas casadas con israelíes, a excepción de los palestinos de Cisjordania y Gaza menores de 35 años y de las palestinas menores de 25 años. Sin embargo, un palestino nacido en Jaffa, por ejemplo, no tiene derecho a regresar a su tierra.

La voluntad de exclusión de esta ley contra un pueblo determinado es evidente. Un sueco que se convierta al judaísmo tiene más derecho a vivir en Israel que cualquier palestino expulsado que haya nacido allí o que sus descendientes. Solo así Israel es capaz de mantener su esencia como Estado judío.

Israel solo puede seguir siendo un Estado judío si mantiene la supremacía demográfica o legal de la población judía. Para ello tarde o temprano tendría que llevar a cabo una nueva limpieza étnica como la del 1948 -admitida como tal por historiadores israelíes como Benny Morris o Ilan Pappé- o practicar la segregación étnica legalizada, es decir, el apartheid. De otro modo, Israel no podría existir como Estado judío, sino como un Estado realmente democrático e integrador, donde haya cabida real para la población palestina.

Si un futuro Estado palestino va a tener sus fronteras y su espacio áereo controlados por Israel, si va a ser un territorio inconexo, desconectado e interrumpido por los asentamientos judíos, si va a estar expuesto al bloqueo comercial y al control israelí, la exigencia de un Estado binacional será una obligación para alcanzar la paz. La defensa de ese modelo exigiría que Israel pusiera fin a su voluntad discriminatoria como Estado judío de mayoría judía dispuesto a no admitir el crecimiento de otras comunidades étnicas o religiosas dentro de sus fronteras.

Sea cual sea el camino que se escoja, la paz es posible. Hay decenas de soluciones y propuestas encima de la mesa. Pero falta la voluntad para aceptarlas.

Como me dijo en una ocasión Rami Elhanan, israelí integrante de la Asociación Parent´s Circle y que, a pesar de haber perdido a su hija en un atentado suicida apuesta por la defensa de los derechos de los palestinos, ‘Israel solo aceptará suscribir un pacto de paz cuando se dé cuenta de que el precio de no tener paz es más alto que el de tenerla’.

Para que eso ocurra es fundamental la presión de la comunidad internacional a través de los gobiernos y de la sociedad civil. Una presión que obligue a Israel a valorar si realmente le interesa condenar a árabes y judíos a ser víctimas de una situación política.

Otro Israel es posible: un Israel que apueste por el fin de la ocupación y de la exclusión del pueblo palestino. Puede resultar inconcebible, pero recordemos que una Sudáfrica sin apartheid también parecía imposible hace unos años.

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