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Podríamos decir que la coyuntura mundial es manifiestamente mejorable. Es muy evidente. No son sólo los aranceles de Trump, y sus efectos, en las economías de las personas y empresas -muchas de ellas, pequeñas y medianas, sobre todo en el sector agroalimentario- que compran y/o venden materias primas, productos transformados o alimentos, en cualquiera de los países incluidos por Trump en su “tabla de aranceles” -además de en el propio Estados Unidos-. Más allá, también, del impacto en todas las bolsas -donde juegan las grandes empresas y los intereses de los inversores, muy alejados de la realidad de los ciudadanos y las PYMES-; es la mayor disrupción de las últimas décadas, en lo que conocíamos, hasta ahora, como el mundo occidental.
Es el cambio absoluto de paradigma en las relaciones entre los Estados, el respeto a las reglas de juego -no sólo las comerciales, sino las que garantizan la legalidad internacional, hoy, destrozada por el genocidio atroz que está cometiendo Israel en Gaza o la invasión mediante la guerra de una parte de un país, Ucrania, por parte de otro, Rusia, y que Estados Unidos, con su presidente al frente, parece justificar e, incluso, defender- o el sistema multilateral creado en Bretton Woods, después de la segunda guerra mundial, impulsado por los mismos Estados Unidos que, ahora, reniegan de él.
Uno de los cambios, sin duda, tiene que ver con la política comercial, que ha pasado del respeto a la OMC y sus reglas y los acuerdos multilaterales, al proteccionismo y políticas productivas autárquicas propias de la primera mitad del siglo pasado. Es un empeño de Estados Unidos en el que, parece, van a caer también muchos otros países como ya ha decidido China, con aranceles recíprocos a las importaciones de Estados Unidos, del 34%, o la UE, que los ha anunciado pero que espera todavía a un cambio de actitud de Trump, muy poco predispuesto, no obstante, a abrirse a la negociación.
Para nuestro sector agroalimentario, los efectos directos van a existir, y aunque sean pequeños en líneas generales (España exportó a Estados Unidos, en 2024, productos agroalimentarios por valor de 3.609 millones de euros, menos de un 5% del total de nuestras exportaciones en el sector), serán determinantes para productos concretos, como el aceite de oliva (del que exportamos a Estados Unidos en 2024 por valor de más de 1.000 millones de euros), el vino o el queso -donde el manchego destaca con cerca de 60 millones de euros de facturación en la exportación a dicho mercado-, muy especializados en producciones de alto valor, muy demandadas por el mercado norte americano, lo que puede paliar, en parte, los efectos negativos de los aranceles -consumidores que notarán “menos” el incremento de los precios-.
No obstante, es previsible una disminución del peso de las exportaciones españolas a este mercado, una pérdida de visibilidad y una mayor penetración de algunos competidores con aranceles más bajos y costes de producción más competitivos. Esto obligará a reactivar el consumo interno en España -en línea con la campaña anunciada por el presidente del gobierno- y a buscar mercados alternativos. También, teniendo en cuenta la dependencia española del haba de soja o los frutos secos de Estados Unidos (más de un 50% en valor entre los dos, de las importaciones agroalimentarias de Estados Unidos, que alcanzaron en 2024 los 2.051 millones de euros), será necesario apoyar al sector ganadero -consumidor del haba de soja- y a los consumidores, que podrían sufrir un aumento de los precios en algunos productos.
Todo un reto para que la geopolítica, al “bajar a la tierra”, no perjudique a quien más debe importarnos, los ciudadanos y el tejido empresarial, mediano y pequeño, de nuestro sector agroalimentario.
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