La importancia de un final
Tomo esta expresión, que es un homenaje a uno de mis autores fetiche parafraseando el título de una de sus obras ('El sentido de un final', Julian Barnes), para hablar de 'Kanada', la última novela de Juan Gómez Bárcena, un autor de aquí que no parece de aquí (sea lo que sea que signifique 'aquí' en el mundo digital), lo que en sí es una promesa de futuro.
Coincidí con Juan hace unos meses en Madrid. Sabía que estaba en Hungría, becado, escribiendo una novela sobre la Shoah. Yo tenía muchas ganas de preguntarle cómo había enfocado algo sobre lo que ya se había escrito tanto, pero me contuve, porque con los libros soy como la araña que arrastra a su guarida el cuerpo del insecto en su ovillo. Hay que ser paciente para paladear en la soledad y los libros reclaman su paciencia. Así que esperé al libro y ciertamente me sorprendió, cosa que no me sorprendió tanto.
Vayamos por partes. 'Kanada' empieza por el final y acaba por el principio. Un personaje innombrado acaba de ser liberado de Auschwitz, en donde había sobrevivido clasificando las pertenencias de todos los que pasaban por aquel matadero (de ahí el nombre de 'Kanada', ese departamento nombrado con el sentido macabro del humor de los carniceros) y acaba con el apogeo del estalinismo que aplastó la primavera húngara.
Pero nos engañaríamos si pensáramos en un relato histórico al uso; 'Kanada' es más bien un relato hecho de despojos, un relato despojado progresivamente de referentes, prisionero de ese otro cautivo en vida que es el sobreviviente que vive en la renuncia y en la afasia. Nombres, momentos, palabras, referencias, acciones van diluyéndose hasta que queda el fluir de la palabra interior en un continuo narrado en segunda persona, que tiene un potente efecto vocativo, interpelante, para el lector. Esta fue la primera sorpresa: la renuncia a las referencias en el manido esquema del horror, abandonar el camino trillado para discurrir por una trocha propia, y el uso de esa segunda persona que hace preguntarse quién es el narrador realmente y si asistimos a un monólogo a dos voces del protagonista consigo mismo.
Ese efecto hipnótico de la novela retrotrae al húngaro Imre Kertész y sobre todo a Beckett y sus personajes más inertes, inertes por inercia, quiero decir, por dejarse llevar en el discurrir de un tiempo que en 'Kanada' se diluye. Es el lenguaje más que la trama (que la hay) y el discurso (la (des)esperanza y el (des)valimiento del individuo) lo que tiene auténtico protagonismo en el libro, con fragmentos e imágenes maravillosos y un final que marca la ambición de un autor, un final al que uno llega cargado de desconcierto y ansia como un viajero cargado de maletas a un hotel y que no defrauda.
Combiné la lectura de 'Kanada' con el de 'La ley del menor', de McEwan, y me di cuenta de que ambas tienen en común esa 'importancia del final' a la que antes aludía. En McEwan el final recuerda, por decirlo de algún modo, al final de 'Los muertos' de Joyce, tal vez el mejor relato que se haya escrito nunca (y si en uno era el elemento catalizador la canción irlandesa 'The Salley Gardens' en la pieza joyciana es 'The Lass of Aughrim'), dos ejemplos de inversión temporal como instrumento narrativo. Igualmente, en el caso de 'Kanada', el final remonta el tiempo, como en el delta del Mekong las aguas parecen discurrir río arriba, lo que crea un efecto turbador y a la vez alucinatorio. Es una eclosión formidable que da salida a toda la cargazón que ha ido propiciando la lectura.
Aunque propiamente debería de escribir sobre 'la dificultad de un final' ya que todo final implica un cierre que ha de actuar como síntesis de todas las fuerzas en conflicto que le preceden. Esto al menos es lo que dice el canon. Si en 'Kanada' Gómez Bárcena es como esos escultores que dan forma con el vacío y construye un relato a partir de ausencias y silencios, la cronología inversa del final arroja las pocas piezas del puzle que faltan y ofrece un cierre cumpliendo el rito que todo lector espera. En ese sentido es brillante.
Pero es más brillante aún porque se trata de un cierre en falso, un cierre que incomoda porque no cierra. La novela crea un flujo hipnótico que, igual que precede a la trama, continúa después de cerrarse el libro, poniendo en evidencia que toda narrativa es en el fondo contingente, como si personajes y tramas hubieran sido acotados al azar, pudiendo haberlo sido de otro modo.
Juan Gómez Bárcena prefirió discurrir por el camino difícil para escribir sobre el Holocausto, un período de la historia que es mucho más que un asunto entre judíos y alemanes, sino que significó la crisis absoluta de la civilización occidental. Y lo hizo de un modo arriesgado. Fue a lo pequeño, a lo mínimo, y de ahí remontó las aguas hasta dar con lo que verdaderamente creo que le interesaba, ese desconcierto del ser humano ante la existencia; ofreciendo de paso al lector ese 'estremecimiento' del que hablaba Nabokov, una experiencia física que va más allá del pensamiento y que él situaba entre los omóplatos, esa revelación que solo puede ofrecer el arte y que da sentido al hecho de escribir.