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La tan manida afirmación de que “vivimos tiempos convulsos” es, en estos días, más cierta que nunca. Se atisban conflictos en el horizonte. Y no es que no los haya habido en otros momentos, es que algunos de los que están sucediendo nos interpelan casi casi como seres humanos. O sin casi.
La elección de Donald Trump como presidente de Estados Unidos no ha sido una sorpresa. En realidad, pocos creían posible el triunfo del partido demócrata, que entró en la carrera electoral casi como derrotado, incluso cuando optó por Kamala Harris, como candidata, muy cerca ya de la fecha de las elecciones y con poca capacidad de reacción.
Tras meses de debate sobre las dificultades -evidentes- de Joe Biden para intentar repetir un segundo mandado, los demócratas reaccionaron tarde y no supieron conectar con los americanos de a pie, que los perciben como un partido de las elites, acomodado a la burocracia y el microcosmos de Washington y su engranaje administrativo. Minusvaloraron las posibilidades de Trump para reconquistar el poder y no fueron conscientes de lo que eso iba a significar. Tampoco la mayor parte de los ciudadanos y gobiernos europeos, que asistieron al triunfo de Trump como si de un espectáculo hollywoodiense más se tratara, sin percibir que podía significar un cambio de prioridades, de paradigmas, e incluso, de reglas de juego en el contexto internacional, en el que, queramos o no, nos movemos como país y como UE.
La realidad ha sido más cruda de lo que cabía imaginar. Las decisiones de Trump, como la liberación de los asaltantes del Capitolio en aquel fatídico día de enero de 2021, cuando de verdad empezaron a tambalearse los cimientos democráticos -y la credibilidad y fortaleza de las instituciones- de Estados Unidos, es sólo la punta del iceberg de lo que ha venido después.
Los anuncios de deportaciones masivas, las exigencias en cambios en las políticas fronterizas de países como Méjico o Canadá -apoyadas con chantajes arancelarios-, las amenazas a los inmigrantes en Estados Unidos -incluida la propuesta anticonstitucional de que los nacidos en territorio estadounidense, de padres inmigrantes, no puedan obtener la nacionalidad americana-, el destrozo de la administración pública -con miles de funcionarios despedidos-, impidiendo el papel imprescindible de la misma como mantenedora de las estructuras del Estado, han sido algunas de las decisiones arbitrarias y deslegitimadoras de la arquitectura institucional -tanto interna como a nivel global, que ha tomado el presidente norteamericano en los últimos días.
Pero quizás lo más doloroso es lo que tiene que ver con la política que podemos considerar humanitaria. Cancelar las aportaciones de Estados Unidos a organismos de Naciones Unidas, como la OMS o la FAO, o a proyectos de cooperación al desarrollo en todo el mundo, es un golpe durísimo a la fraternidad entre los seres humanos y a la esperanza en un mundo mejor.
El anuncio vergonzante de obligar a los palestinos a abandonar su tierra y convertirla en un lugar de ocio para la plutocracia mundial -que hoy gobierna Estados Unidos-, con la connivencia de Israel que, recordemos lleva asesinados más de 45.000 palestinos en Gaza en apenas un año, es un insulto a seres humanos como nosotros que luchan cada día por salir adelante. Es difícil que algo pueda interpelarnos más que esta decisión.
Y planteamientos así no pueden si no recordarnos épocas muy oscuras y reflexiones tan certeras y tan de actualidad, hoy, como las que realizó el pastor luterano Niemöller en la Alemania nazi: “Primero vinieron por los socialistas y guardé silencio porque no era socialista. Luego vinieron por los sindicalistas, y no hablé porque no era sindicalista. Luego vinieron por los judíos, y no dije nada porque no era judío. Luego vinieron por mí, y para entonces ya no quedaba nadie que hablara en mi nombre.”
Tiempos convulsos, sí. Y tenemos que reaccionar. ¡Ya!
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