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El contrato social, otro contrato basura

Patricia Canet

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Muchos de nosotros vamos a la busca y captura de un contrato sin saber que desde el momento en que nacimos ya firmamos el más vinculante de todos ellos, el que todo él es letra pequeña y al que ni los hermanos Marx podrían sumarle un ápice más de cinismo. Por él, nada es ya una sola cosa.

En el momento que empezamos a tener conciencia del mundo, empezamos también a oír toda una serie de dictados que a temprana edad no tienen mucho sentido pero que parecen tener su funcionalidad para obtener determinadas cosas. Más tarde, esas reglas dejarán de ser útiles para ser excluyentes. Son todas ellas cláusulas de un contrato social que no hemos firmado, son los preceptos de una moral que no hemos elegido.

Rousseau dedicó al contrato social una obra entera con título homónimo inconsciente tal vez de que la magnitud de sus palabras trascendería más allá de los siglos. Uno de los más precisos análisis que, a este respecto, pueden encontrarse en Rousseau sostiene que el fundamento único de toda autoridad socialmente considerada legítima son las convenciones, las cuales están inequívocamente unidas a ese borroso concepto de “voluntad general”. Esto no es más que lo que conocemos como moral. Por tanto, la moral sería ese conjunto de leyes éticas de una sociedad frente a las que se encuentra sometido todo ser inmerso en dicha sociedad. Eso, que de por sí ya es malo, es todavía peor si tenemos en cuenta que a la moral va unido un ofensiómetro con tendencia a vivir permanentemente en estado de alerta.

Donde quisiera llegar al hablar de todo esto es a que debido al arbitrio de la moral, nosotros mismos como ciudadanos y sobretodo como personas nos coartamos nuestras propias libertades (las pocas que nos quedan, dicho sea de paso). Por una parte, nuestra libertad natural como ser vivo se pierde tras ingresar en sociedad. Por otra, nuestra libertad civil se limita a lo que la masa quiere que se limite. Y además, nuestra libertad moral es subordinada a unos conceptos sociales aleatoriamente vinculados al bien y al mal. No trato de hacer apología de un “vale todo”, más bien trato de lanzar una crítica a todos aquellos poderes a sí mismos erigidos como estándares vitales. A esto no hay quien gane a la religión en cualquiera de sus delirantes variantes también conocidas como confesiones.

Mientras no se produzca perjuicio a otra persona, cada uno deberíamos hacer con nuestra vida aquello que consideremos conveniente. Esa es la más básica y sencilla regla que mayor respeto concede a la libertad. Todas las notas a pie de página que se añadan a esa máxima son pura manipulación. Pero el hecho es que las hay y muchas. Son tantas que, más allá de textos legales, la mayor parte del tiempo es la letra pequeña del contrato social la que trata de dirigir nuestras vidas, pese a que unas veces lo consiga y otras no.

Es precisamente por eso por lo que el contrato social sí garantiza la igualdad. Él nos otorga a todos las mismas cadenas a una sociedad que no se cansa de oprimirnos. La diferencia está en que unos desarrollan el síndrome de Estocolmo por estar encantados de vivir en el secuestro de su voluntad, mientras que otros tratamos de vivir al margen de tanta hipocresía y mezquindad. Los que hacemos esto último, con el tiempo, nos acostumbramos a convivir con un ofensiómetro vigilando todo lo que discurre por nuestra conspirativa cabeza.

Estamos destinados a vivir bajo una serie de reglas porque vivimos en sociedad, para qué nos vamos a engañar. Aún así, el contrato basura que tenemos por contrato social podría mejorarse tan sólo si, siguiendo a Rousseau, entendiéramos que la única costumbre que hay que enseñar a los niños es que no se sometan a ninguna.

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