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Decepcionados

José Manuel Rambla

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Estoy decepcionado: se anuncia un pacto de gobierno entre el PSOE y Unidas Podemos, pasan los días y todavía no ha ardido ninguna iglesia. Tampoco se han nacionalizado las empresas de Amancio Ortega para comenzar a producir monos azules con los que vestir milicianos prêt-à-porter. Y la monarquía ni se ha inmutado. Un desastre de acuerdo. Es verdad que el gobierno todavía no se ha formado, pero, vamos a ver, ¿qué le hubiera costado a Pedro Sánchez hacer algún gesto simbólico para convencernos de que su giro “progresista” va tan en serio como su anterior viraje al centro? Por ejemplo, haber matriculado a la princesita Leonor en un colegio público.

Así que comprenderán fácilmente mi decepción, hasta mi enfado, ante semejante acto de renuncia de la izquierda. Incluso pensé en tirar la toalla, dar por perdida la madre de todas las batallas ideológicas y hacerme anacoreta, que es lo más parecido a echarse al monte que la actual correlación de fuerzas nos permite. Si no lo he hecho es por este carácter mío tan primario que se consuela con pequeñas cosas, como ver a otros todavía más decepcionados e indignados que yo. Soy así de simplón.

Porque, claro, cómo voy a comparar mi desencanto con el que está viviendo estos días Felipe González. El pobre hombre está hundido, tanto que el acuerdo entre Pedro Sánchez y Pablo Iglesias le ha rejuvenecido y ahora está dispuesto a dejar de podar sus bonsáis y abandonar las reuniones de sus consejos de administración para lanzarse a la calle al grito de “¡No nos representan!”. Hasta no sería descabellado que cualquier día de estos volviera a enfundarse su chaqueta de pana vintage para acampar en la Puerta del Sol junto con ese otro nuevo aprendiz de perroflauta en que se ha convertido Rodriguez Ibarra. Al tiempo.

Pero para deprimidos de verdad, los de la extrema derecha y la derecha extrema. Todos, tanto los generales de la política como los cabos chusqueros de la Brunete mediática. Da no sé qué verlos todo el día echando espumarajos por la boca anunciando la creación de chekas que, para mi desconsolado izquierdismo, no terminan de llegar. No es para menos su rabia incontenida: tanto tiempo denunciando el bloqueo político que ahora no pueden asimilar que los únicos bloqueados son ellos, incapaces de encontrar el más endeble puente que les conecte con esa España plural que se encargan de negar. Y sin puentes no hay apoyos parlamentarios que les conviertan en alternativa de gobierno. ¡Ay, qué tiempos aquellos en que la extrema derecha y la derecha extrema habitaban la casa común construida con la caja B del PP y Aznar hablaba catalán en la intimidad!

Ahora su única esperanza pasa porque el carlismo con barretina de Puigdemont les eche un cable. Qué cosas, los hijos de Don Pelayo suspirando por los favores del independentismo más irredento y, eso sí, de derechas. Porque si el acuerdo de socialistas y Unidas Podemos llega a buen puerto y se encarrila el conflicto político territorial, Pablo Casado puede ver su barba poblada de canas antes poder apoyarse en el quicio de la mancebía esperando socios para mudarse por fin a la Moncloa. Y Santiago Abascal podría morir de éxito como el Llanero Solitario, cabalgando sin rumbo a lomos de su corcel mientras la costurera Alicia Rubio le hace unos calzones como los que usa el ranchero.

Pero para que eso ocurra primero el gobierno de izquierdas tendrá que ponerse en marcha y el problema territorial deberá dejar de ser carcelario para convertirse en un debate político. Y, además, superado el bloqueo político y territorial, se deberá hacer frente a ese bloqueo social que algunos se han encargado de ocultar estos años bajo los chillones colores de las banderas: el de la precarización laboral, los sueldos en la basura y las pensiones en la picota. Y al bloqueo machista, y al bloqueo climático, y al bloqueo xenófobo, y al bloqueo tecnológico…

Así que la cosa va para largo y todo apunta a que no será sencilla. Habrá que esperar. Por el momento, los aspavientos de Felipe González, los alaridos de las derechas y los berrinches de una cúpula empresarial a la que ni siquiera los mimitos Nadia Calviño logra consolar, son las únicas esperanzas de que la apuesta de gobierno de izquierdas pueda funcionar. No es mucho, la verdad, después de tan larga espera acumulada. Si al menos enviaran a la princesita Leonor a un colegio público, la espera sería más llevadera.

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