El franquismo murió en la calle
Se cumplen ahora 50 años del inexorable y largamente esperado “hecho biológico” (eufemismo de la censura franquista) que puso simbólicamente fin a la última dictadura de Europa occidental, lo que provocó gran desconcierto social (…no había costumbre!) y crecientes expectativas políticas, como recuerda irónicamente Miguel Ángel Aguilar en un reciente libro.
Antes incluso de emitirse el último parte del equipo médico habitual ya operaban, desde espacios y condiciones muy desiguales, tres proyectos diferentes para la gestión del post-franquismo que pugnaron por imponerse durante los dos años siguientes: continuismo, reforma y ruptura.
Tras los fastos funerarios por el general superlativo, escoltado en su penúltimo viaje por un fantasmal Pinochet en funciones de epígono criminal, el joven Rey ratificó como Presidente del Gobierno a quién lo había sido durante los dos últimos años del franquismo. El proyecto continuista de Arias Navarro pretendía garantizar que todo siguiera atado y bien atado, introduciendo tan sólo algunos retoques de fachada a cargo de un tronante Fraga con su muy restrictiva Ley de Asociaciones y manteniendo, cuando no incrementando, la represión policial y judicial de la dictadura.
Desde la creación del Tribunal de Orden Público (TOP) en 1963, habían sido 53.500 los procesados por actividades subversivas, de los que el 70% eran trabajadores, 22% estudiantes y 8% profesionales. Según la documentada investigación de Juanjo del Águila, editada por la Fundación Abogados de Atocha, los años de mayor actividad represiva del TOP fueron, precisamente, los dos últimos de la dictadura y el primero de la Transición, con un total de 15.631 procesados.
Pese a la dura represión, en los primeros meses de 1976 una oleada creciente de demandas sociales y conflictos obreros (casi tres millones de huelguistas y 12,5 millones de jornadas no trabajadas) pondrá de manifiesto el agotamiento del modelo continuista (dimisión del Gobierno Arias a principio de julio), certificando -en acertada expresión del histórico dirigente de CC.OO. Nicolás Sartorius- que si Franco murió en la cama, el franquismo murió en la calle.
Fue, precisamente, la presión social desde abajo, ejercida por los movimientos vecinal, estudiantil feminista, profesional y, sobre todo, obrero (que venía organizando su resistencia desde los primeros años sesenta), la que resultó determinante para desbaratar primero las maniobras continuistas (Arias) y acelerar más tarde las reformas del segundo gobierno de la monarquía presidido por Adolfo Suárez, reforzando la presión negociadora de la oposición democrática unida.
A partir de entonces, la articulación entre movilización social y negociación política conseguirá la legalización de partidos y sindicatos (abril, 1977) así como la convocatoria de las primeras elecciones parlamentarias (el 15 de junio de aquel mismo año), lo que permitirá avanzar, finalmente, hacia un proceso constituyente (1978) que supondrá la ruptura real con el franquismo y la progresiva consolidación de la democracia y del Estado de Bienestar en nuestro país, como ya analizamos con detalle en una serie de artículos publicados en este mismo medio entre los meses de mayo y junio de este año.
El sistema democrático resultante de aquel proceso ha hecho posible, con sus avances y retrocesos, límites y contradicciones, la mayor y mejor etapa de libertad y progreso de nuestro país, una conquista colectiva de la sociedad en la que radica, ahora como entonces, la posibilidad de cambio y transformación.
Con todo, en los últimos años han reaparecido corrientes revisionistas de orientación tanto conservadora como neofranquista, así como construcciones discursivas sedicentemente alternativas que no sólo impugnan dicho análisis sino que intentan deslegitimar retrospectivamente aquel proceso histórico, proyectando sobre el pasado los problemas y frustraciones del presente, actualizando versiones maniqueas sobre la Transición.
Aunque con narrativas parcialmente diferentes, desde la derecha conservadora y/o radical se enfatiza de forma acrítica y complaciente la dimensión reformista e institucional de la Transición, presentándola casi como la continuación natural del “proceso modernizador” del franquismo y/o resultado de un diseño palaciego pilotado por la corona, tesis que retroalimenta ahora el viejo monarca en unas memorias lamentables.
Tan insostenible como ésta resulta la versión opuesta, de matriz populista, que califica despectivamente el sistema constitucional resultante como régimen del 78 , producto de una simple transacción entre las élites y generador de una democracia de mala calidad, incurriendo en la paradoja de reforzar con ello el discurso de quienes pretendieron en su momento imponer sin éxito el modelo continuista, mientras que se ignora -cuando no se desprecia- la historia de miles de mujeres y hombres anónimos que contribuyeron con su compromiso social al cambio democrático.
Es su memoria la que ahora reivindicamos, desde el más emocionado respeto y reconocimiento porque, como decía una hermosa canción de Labordeta hace también ahora 50 años, fueron ellos y ellas quienes “…hicieron lo posible para empujar la historia hacia la libertad”.
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